jueves, 26 de abril de 2007

Del inglés y otros demonios

¿QUÉ HACER en una ciudad donde viven más de ocho millones de nativos ingleses y ninguno de ellos se quiere parar a tomar un café contigo? A grandes rasgos, hablar inglés “B” con tus hermanos italianos, desarrollar un inglés más latino si cabe del que ya traías, pensar en italo-español, aprender a decir prima, adesso y dopo, debatir tol jodido día sobre Berlusconi, Prodi, Aznar y los neocon y, quien sabe, acabar algún día en Perugia sirviendo pizzas y viviendo con tu novia eslovena conocida en un estúpido verano londinense. [Inexplicablemente, apenas veo chinos en mis clases (y entendamos la persona humana china como un compendio de rostros rasgados de nacionalidad taiwanesa, coreana, china, japonesa, etc.).]
Y añado: A grandes rasgos, grandes remedios.

Los ingleses te dan el kit para aprender inglés: toma estos tres tomos de gramática, aquí tienes a Chaucer, a Lord Byron, a Shelley, y a otros más modernos como Welsh y Hornby. Te dan clases -algunas gratis-, te ayudan con el presente progresivo y aprendes a deletrear knowledge. ¿Pero y la práctica? ¿Cómo entender al taxista de Gales que te lleva a Berwick Street cuando lo que tú querías es ir a Derrick Street?
Ellos se guardan la clave, esos 10 ó 12 secretos -si no son más- que nos impiden a todos saber perfectamente inglés. Para mí todo se reduce a esto, y a la absoluta certeza de que jamás sabré inglés como un inglés. Podré vivir aquí durante treinta y cinco años, tal vez acabe siendo el John Carlin español, o una especie de Robinson castizo, pero ellos también dirán eso de “joder con el spaniard éste de los cojones, ya podría hacer mejor las contracciones”. Y lo dirán sin saber que la culpa ha sido toda suya, que nunca quisieron hablar conmigo calmadamente, que jamás nadie me dijo cómo se pronuncia con exactitud I’d’ve gone… Las putas contracciones, todo un parto. Un aborto.
Así que sí, inglés, inglés y más inglés. Ingles, con acento en la i, agujetas en las ingles.

Mis clases en Callan School comienzan a las 12.30 y acaban a las 14.20. Más tarde he de comer, quitarme los berretes, atravesar la maraña de gente que hay todo el jodido día en Oxford Street y llegar sin magulladuras a mis clases en Shane Global, que empiezan a las 14.00, algo físicamente imposible, por varias razones. Si fuera Superman daría varias vueltas alrededor del mundo para volver atrás en el tiempo y llegar a tiempo a las clases de la tarde aunque tal vez también me dedicara a hacer otras cosas igualmente necesarias, verbigracia: eliminar el inglés de la faz de la tierra. Si esto fuera matrix: Delete english.asp? yes.
No he comido.
Y sin azúcar en la cabeza yo soy incapaz de afianzarme en el verbo TO BE. Así que en el descanso de mi tercera clase de inglés a la cuarta me he ido echando leches al Macdonalds de enfrente a comer una hamburguesa atravesada. De pie, mientras la engullía, por debajo de mis piernas ha aparecido una escoba que ha comenzado a barrer todo lo que había a mi alrededor. Usted siga, si a mí ya no me puede saber peor este cacho de pollo hormonado.
Este acelerado relato de una de mis mañanas entre clase y clase viene a ilustrar el precipitado modo de vida de mucha gente en la ciudad, sepan o no sepan inglés. MacFood, MacJobs, MacThinking…
Yo tan estresao no estoy, cierto (MacAbi de levantar). Pero aún así agota un poco tanto trajín a tu alrededor.
Por eso quiero traer a la memoria la historia de Eduardo, un tipo mexicano que conocí, precisamente en mis clases de inglés.

Poniéndonos prejuiciosos, podríamos decir que Eduardo es un exconvicto de una cárcel cercana a El Paso. De hecho eso es, precisamente, lo que pensaba la gente a su paso por Canadá. Algo indio, algo no, siempre se sintió un poco perdido parado en medio del mundo.

Y como indio, un día decidió recorrer América de arriba abajo. De Anchorage, Alaska, hasta Usuahia, la Patagonia. A pie y sin dinero. Sin prisas. Con pausas. Tantas pausas como le dejaran los anfitriones que iba encontrando por el camino.

No hizo fotos ni escribió sobre su experiencia. Lo sé porque se lo pregunté. Porque es lo que yo habría hecho, tratar de atrapar el momento, escribir tanto como pudiera, revivir en lo escrito, tal vez más que vivir lo no escrito. No, dice, tengo una buena memoria. Y me destroza.

A Eduardo le dio tiempo a pararse y mirar. Supo que Alaska no es siempre tan blanca como vemos en los mapas. Que en verano se vuelve de un verde cinemascope. Cuenta que trabajó en alta mar y que encontró oro en el Yukón para pagarse un hotel y una juerga. No cuenta mucho más. Sólo mira al infinito y recuerda. De poco me sirve su memoria. Para él, rodeado de nueve millones de locos, es una balsa a la que agarrarse en medio de la tormenta. Supongo que puede decir que ha vivido. O que ha visto cosas que los humanos no creeríamos.

Al día siguiente fue la maratón de Londres. 13.000 locos corriendo durante horas por las calles de Londres bajo el patrocinio de la marca Flora. Las dos cosas se parecen tanto como un zapato viejo al consolador de platino y brillantes de Victoria Beckham.

A mí, esta vez sí, me sirvió para hacer unas fotos…





Casi olvido lo más importante, este regalo para los amantes del fútbol. Dedicado especialmente a justo Justito: http://www.fotolog.com/jugadoresmiticos/

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bueno hombre ya te invitaré a fiestas con mis compañeros de clase, y podrás entlablar conversación con ingleses de Oxford!Por cierto, hay una alta proporción de féminas en mi clase...