jueves, 12 de julio de 2007

El año de los conejos enanos


[Hoy en el parque, mientras veía a las palomas comer, me he acordado de los conejos enanos.]

Con veintiún años, creíamos que nuestra época de Colegio Mayor había terminado. Que había que dar un paso adelante en la vida y alquilar un piso con el dinero de nuestros padres.
Recuerdo que conseguimos un apartamento enorme cerca de la Glorieta de San Bernardo. Pagábamos cada uno 45.000 pesetas al mes, incluido Rafa, que tenía una habitación con cama de 70 centímetros y un lavabo inservible para lo que conocemos como higiene, en otro tiempo posesión de la niñera de la casa. No sabemos cómo pero tragó con el trato.

Nuestra idea de la independencia y madurez se basaba en una fiesta de inauguración del piso, botellones varios, pósters desvencijados en las paredes y un corcho con nuestras mejores fotografías en botellones pasados.

Pero aparte de limpieza general, a la casa le faltaba algo.
¡Una mascota!

No recuerdo por qué nos decidimos por los conejos enanos.
Alguien nos dijo que eran muy pequeñitos y muy monos, que si les adiestrábamos adecuadamente acabarían comiendo en nuestra mano. Además, tenían una ventaja añadida: podías enseñarlos a cagar y mear en la arena.
Todos los indicios nos hicieron pensar que aquella especie de la familia de los lepóridos competía en coeficiente intelectual con los gatos y otros seres pretendidamente superiores.

A la primera tuvimos suerte: alguien en el Segunda mano vendía conejos enanos por 2.000 pesetas el ejemplar.
Compramos dos conejos, no sin antes preguntar al propietario si estaba seguro de que se trataba de genuinos conejos enanos, pues no deseábamos de repente encontrarnos con dos conejos salvajes y enormes que se pusieran a cagar por toda la casa y que no comieran en nuestras manos. Eso sería lo último…
"Os lo juro", dijo el dueño, residente en Orcasitas. "Son enanos. Los tengo desde hace un año y no han crecido desde entonces".
Y la verdad es que los conejos parecían bastante pequeños.
Le dimos cuatro billetes arrugados y nos fuimos de vuelta al centro de Madrid.

Ya en casa bautizamos a los conejos Felipe y Verania, que era como se llamaba la prima de uno de mis compañeros de piso. Felipe era el conejo normal de una vecina de mi abuela cuando yo tenía ocho años.
Nada más llegar, los soltamos por casa y cogimos unas zanahorias para que se familiarizaran con lo de darles de comer.

Los comienzos fueron difíciles. No sólo rechazaban el método manual de nutrición sino que tampoco parecían disfrutar de las caricias, apresamiento por las orejas o caza del conejo casera. Siempre que nos veían pegaban un sprint espectacular por el salón y se metían detrás del sofá.
Como el cariño espontáneo no funcionó, les obligamos a querernos y a comer de nuestras manos, pero aquello tampoco parecía marchar bien.
Felipe y Verania sólo comían pienso directamente de la caja del PRYCA.

Mientras, tampoco aprendieron a cagar en la arena. Visto el escaso interés de los conejos en comprender su propia esencia como mascotas, nuestra relación con ellos se volvió cada vez más arisca.

Pasó que los conejos enanos desarrollaron su vida paralela por el salón mientras nosotros veíamos películas del BlockBuster y comíamos hamburguesas del Donoso, un bar de mala muerte que había a la vuelta de la esquina.

Tres semanas después, cuando volvimos la vista al suelo, comprendimos que la situación se había desmadrado por completo.
Los conejos habían engordado dos kilos cada uno a base de pienso (cierto es que no crecieron en altura), habían soltado pelo, cagarrutas, habían hecho pis y se habían afilado los dientes en el rodapiés.

En una decisión que tuvo mucho de diplomática, optamos por situar a los conejos en el hueco de la chimenea, toda vez que era muy improbable que los conejos trepasen y alcanzasen el tejado. Aunque tampoco nos habría importado.

Así, creamos una tercera pared con el cristal de la parte inferior de la mesa y una cuarta con una madera que había en la calle. Allí dispusimos pienso y comida en un WOK y les dejamos vivir a su aire. Estrechos, sí, pero a su aire.

Cuando las visitas venían a casa siempre hacían este gesto inclinando la cabeza y tratando de identificar el extraño ruido que les llegaba de la chimenea. "Hey", tenéis polstergeists", decían, "jaja", y seguían con lo que estuviéramos hablando engullendo su hamburguesa del Donoso (que era nuestra idea de la hospitalidad).

Sin embargo, los conejos aprendieron a saltar la madera. Cuando volvíamos de clase, de juerga, de viaje, los conejos habían conquistado de nuevo nuestro espacio vital.

Llegamos a un punto en que fueron los conejos o nosotros.
Decidimos que nosotros.

Esta vez la decisión adoptada fue de máxima seguridad. Como si fueran los conejos de la máscara de hierro, los confinamos en uno de los tres cuartos de baño que tenía la casa y les dimos de comer y beber regularmente. A veces les dejábamos correr un poco por el salón pero pronto les metíamos de nuevo al baño.

La solución funcionó durante dos semanas, hasta que llegaron las vacaciones de Navidad.
Entonces nos vimos en un callejón sin salida. Obviamente, nadie estaba dispuesto a llevarse a Felipe y a Verania a sus respectivas casas en unas fechas tan entrañables.
Alguien propuso dejarlos en la calle. Otros en la Casa de Campo, conocida entonces como Country House. Alguien más opinó que podríamos hacer un arroz exquisito con ellos.

Cualquiera de las decisiones tenía un punto de incomodidad así que en el último momento metimos a los conejos en el baño de Rafa con un WOK entero de agua y dos cajas de pienso, todo situado sobre una pila enorme de periódicos que recogiera los excrementos.

Fueron casi veinte felices días de vacaciones de Navidad en nuestras casas, lejos de Madrid, de la facultad y de los conejos enanos.

Sin embargo, para el 4 de enero comenzó a latir en nosotros una especie de preocupación. Era una premonición fatal que nos decía que los conejos habrían muerto por sobredosis o de inanición, propagando por el edificio un terrible olor a lepórido muerto.
Por lo visto, el conejo es un animal que no conoce la palabra dosificación. No es una hormiga. Lo que ve se lo come.
Así que lo más probable es que se hubieran pegado una copiosa cena de Nochebuena y desde ahí en adelante no les hubiera quedado ya más comida, teniendo, tal vez, que comerse el uno al otro para la cena de Nochevieja.

El día 7 de enero llegamos todos a Madrid con la preocupación en nuestros rostros. No es que hubiéramos cogido cariño a los jodidos conejos pero sí nos sentíamos en parte culpables de su desdicha.
Al abrir la casa no olía especialmente mal. Para ser precisos, diré que no olía de forma diferente a cuando nos fuimos de allí en diciembre.

Fue una alegría inmensa abrir la puerta del baño y comprobar que Verania y Felipe seguían allí. O lo que quedaba de Felipe y Verania. Cualquiera diría que los dos conejos se habían puesto en huelga de hambre por el trato recibido. En el WOK no quedaba un átomo de agua. Tampoco había pienso. Lo único que quedaba eran par de trozos de periódico, tal vez con demasiada cuatricomía para el paladar de los conejos.

Tampoco nos pusimos a abrazarlos pero nos felicitamos por el rescate con vida de nuestros conejos enanos.

Felipe y Verania continuaron con nosotros un par de meses más, en espera de una ejecución sumarial tipo "ahí tenéis la Casa de Campo, toda vuestra, corred!", pero ésta no llegaba.
Engordaron de nuevo y volvieron a cagar como nunca. Fueron emborrachados y se pegaron algún que otro buen momento antes de que nos deshiciéramos de ellos.

Por marzo leímos en el Segunda mano que algún cantamañanas quería hacerse con dos conejos enanos. Sin perder un segundo le llamamos y quedamos con él, no sin antes someterlos a una estricta dieta de 24 horas que les hiciera rebajar de peso y volumen.

No intercambiamos muchas palabras.
Él se extrañó al principio: "¿Pero son enanos de verdad?"
"Te lo prometemos. Los tenemos desde hace un año y no han crecido ni esto".

La casa nunca fue la misma sin la alegría que te daban los conejos. Pero pudimos sobreponernos al momento y conseguimos aprobar un par de asignaturas cada uno.

No sé cuánto vive un conejo enano pero aún hoy algo me dice que Felipe y Verania...
...que Felipe y Verania fueron las perdices de este cuento que tiene algo de navideño.

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