VENÍA DE South Kengsinton de ver una exposición en el Victoria and Albert Museum. Surreal Things. Dalí, Magritte y toda esta banda, que, bebiendo de las fuentes de Marx, Poe, Freud y de una época tan alocada como otra cualquiera, se cascaron unas cuantas masterpieces que para qué David Lynch y otra chusma posposmodernaposefecto2000posmtv.
Como dice una amiga, mepusieronlacccabezaloccca (se pronuncia arrastrando las "ces").
Esperaba una llamada. La manager del Starbucks que está en mi calle quería hacerme una prueba. ¿De inglés, como camarero, como persona? ¿En la trasera del local? Uh, el teléfono sonó. Unknown number. Ahí la tienes.
- Hello?
- Hola David, soy no sé quién, de esta tele, me han pasado tu contacto. Sé que estás en Londres y que has hecho televisión. ¿Podrías hacer un directo para nosotros en una hora y media..., no, perdona, en hora y cuarto? Es sobre lo de Blair.
Cuando la palabra SÍ sale de tu boca en estas situaciones no eres tú quien la pronuncia. Pero ya ha salido de tu boca y busca su propio destino. Quieres recular y decir: ¿en una hora y cuarto? Y mi barba de 17 días? Qué hostias ha dicho Blair? ¿De qué Blair hablamos, del primer ministro o la Bruja del Proyecto?
Vale, david, la dirección es ésta. Queremos verte aquí en media hora.
Una cosa: necesito al menos cinco minutos para leerme lo de Blair.
La de la tele duda. Mmmmmmm, ya. Tal vez no lleguemos a tiempo. Y no podemos cagarla. Mira, luego te llamo. Vete preparando que si el directo no es ahora será esta noche.
El directo no fue en el informativo de la tarde. Pero sería en el de la noche. Empollé, empollé como ningún periodista ha empollado lo que hostias pasara con Blair.
Y lo que pasaba es que Tony se había marcado un farol en lo de la crisis de los marinos retenidos por Irán. Que iba a pasar a una nueva fase. Que esto es el Imperio Británico y vosotros unos malditos morunos que no tenéis ande caeros muertos (hasta que desarrolléis del todo la energía atómica). Lo importante del tema es que no quedaba claro qué era esa nueva fase. Ni analistas políticos ni pescaderos sabían a qué leches se refería el bueno de Tony. Seguramente, porque ni el propio Blair lo sabía. Como periodista, el resto, lo juro, me lo sabía todo.
Dos horas antes del directo, y tras mil llamadas con mil personas, me llaman de la tele. David, Mamen te preguntará lo siguiente para darte el paso: "¿Qué ha querido decir Blair con lo de la nueva fase?" Luego hablamos!
Entonces se apoderó de mí el pánico. Llamé al Ministerio de Exteriores. Compré las ediciones de toda la prensa vespertina local. Busqué el teléfono de Blair en Google. Hice telepatía y espiritismo. Nadie sabía qué había querido decir Blair con lo de la nueva fase. Los propios iraníes, acojonaitos, estaban preguntándose si debían soltar a los malditos marinos británicos. La puta segunda fase y la tercera vía.
Resumiendo, diré que ETA y Batasuna me salvaron el cuello. Por lo visto, inscribieron un partido en el Ministerio del Interior aquella tarde. Y eso alteraba todo el informativo de la noche. Yo me quedé sin directo y sin curro pal Starbucks. Aún era pronto. Cogí mi mochililla y me fui para Victoria a coger el Bus que me llevara a mis clases de inglés. Ahí lo tienen, un corresponsal de televisión en Londres yéndose en bus a las clases gratuitas de inglés en Oxford Street.
David Alejandro reporting live from London for Meridiano.
[Un par de días después alguno que otro ha podido verme el careto en televisión. Si sigo con esto no habrá guiños pero cada vez que titubee con una frase podéis estar seguros de que será porque me acuerdo de vosotros. La primera cagada va pa ti Fer. Ale.]
[[Sigo con el ordenata jodido...]]
sábado, 31 de marzo de 2007
sábado, 24 de marzo de 2007
La quimera del oro
TENGO UN amigo que se fue a buscar trabajo a las Islas Canarias. Puedo imaginarme lo duro que fue: si no consigues curro, lo único que te queda es ir a la playa y tirarte a la bartola o irte de mojitos por los bares del paseo marítimo. La brisa marina pegará con fuerza pero hay que acostumbrarse a todo.
Voy a ponerme llorón. Es la única forma un poco científica de que las cosas te vayan bien. Ésa y el esfuerzo. Pero tampoco hay que herniarse, que aún no tengo Seguridad Social.
Lo duro, de hecho, no es encontrar un trabajo. Eso es fácil. Lo complicado es ir a buscarlo. El primer paseo del día lo he dado de casa al Starbucks y del Starbucks a casa: el application form (formulario para pedir trabajo) ha llegado destrozado por el viento y con un 80% de humedad. Siguiente paso: comprar una carpeta impermeable.
Lo importante es no venirse abajo. La burocracia irá a por ti con todas sus armas. Tú tienes las tuyas. Aún no sabes cuáles son pero existen. Es como un juego de Play Station, sólo tienes que andar por la ciudad y encontrarlas.
Mi día de hoy ha tenido formato de película de Charlot. Los diálogos –escasísimos- aparecían en carteles con ribetes floridos a los lados. Una cosa así:
«El español salió de casa con la casa a cuestas: su pasaporte, el documento nacional de identidad, fotografías tamaño carné, número de la seguridad social española, el contrato de alquiler de su nueva casa en Pimlico y una fotografía antigua de su madre. Todo ello fotocopiado por triplicado. Sólo quería encontrar un modo de ganarse la vida.
Llevaba rellenados todos los ‘application forms’, pues había comprendido que en aquella ciudad sólo de ‘application forms’ vivía el hombre. Había mentido un par de veces aunque, bien pensado, se trataban sólo de mentiras a medias. Y eso, en el país del que provenía, eran medias verdades. ¿Acaso no había sido camarero más de una vez en el Gandalf, el bar de su colega Panocha?
El viento y la lluvia habían maltratado su cara y su ropa pero el formulario permanecía íntegro. Así que para cuando entró en el Starbucks sus esperanzas estaban todavía intactas. Sonrió con profesionalidad y entregó el application form sin decir una palabra, pues no quería levantar sospechas de su poco británico inglés.
La camarera del Starbucks le miró de camarera a desempleado y le devolvió el formulario. “Sin National Insurance Number no podemos darte trabajo”.
“¿Dónde puedo conseguir un National Insurance Number?”, preguntó el español.
“Lo venden en los kioscos”, respondió la camarera, y soltó una risotada dirigida a su compañera de mostrador, una pelirroja que la acompañó con una leve sonrisa de compromiso.
El español salió del Starbucks y dudó si caminar contra la lluvia camino de Victoria Station o volver sobre sus pasos, con el viento a favor, y esperar en casa a que pasara el temporal y la burocracia.
Fue entonces cuando recordó que se había dejado las llaves en casa y que Ramón no volvería hasta las 5. Aunque esto es otro tema y es extradiégetico, es decir, está fuera de este cuento dickensiano.
En verdad, Victoria Station distaba sólo unos pasos. Además, el formulario del Pret a Manger no recogía ningún apartado acerca del National Insurance Number. Era un trabajo peor pagado, sin duda, pero aportaba la posibilidad de comer algún que otro sándwich cuando el encargado leía los escándalos del Times. El español se apretó la bufanda y comenzó a andar, pesado, tratando de no pensar.
Victoria Station era aquella mañana un perfecto hormiguero de trabajadores yendo y viniendo de un lado a otro de la ciudad. Todos bien desayunados y con el periódico leído.
La entrada de la oficina de reclutamiento del Pret a Manger, algo alejada del barullo, era otro hormiguero; éste con el agujero tapado. Los obreros que se juntaban alrededor de la puerta no daban crédito al letrero que habían colgado: “the Recruitment Centre will be closed all day for training purposes”.
Muchos de los desempleados estaban exhaustos y tirados en el suelo. Los que permanecían de pie buscaban una solución. Un día sin trabajo era lo mismo que un día sin nada que comer. El español se acercó a un tipo de tez pálida que hablaba más alto que los demás. Para presentarse le preguntó si era italiano. “I’m hungrian”, respondió en un tono más calmado. “Yo también tengo hambre”, reconoció el español. “No, no, from Hungary, understand? But I lived in Italy”. El húngaro se interesó rápidamente por el español y en cinco minutos intercambiaron importantes informaciones sobre la búsqueda de empleo en la ciudad.
Finalmente, ambos decidieron subir al norte, al centro de reclutamiento del Caffé Nero en Oxford Street. Si eran lo suficientemente rápidos llegarían a tiempo para que la general manager les echara un vistazo.
Decidieron escalar hacia Oxford Street por Grosvenor Place, detrás del Palacio de Buckingham, menos ajetreado a esa hora del día, seguramente. En veinte minutos estarían allí. Y se animaban mutuamente. Entonces, sin previo aviso, una brigada de la Guardia Real paralizó toda circulación. Ningún coche o peatón debía dar un paso más. A lo lejos se oía el pesado trotar de unos caballos. Posiblemente tiraban de un carruaje. Tras unos instantes de expectación, aparecieron varios guardias reales a caballo. Luego un par de carruajes. Finalmente, un carruaje real que debía llevar dentro algún miembro de la realeza. La gente aplaudía y hacía fotos con sus cámaras digitales. El húngaro y el español miraban entre la muchedumbre la longitud de la comitiva.
El desfile, o lo que aquello fuera, terminó tras cinco minutos. La guardia real desapareció con la misma impunidad con que había aparecido. Los transeúntes siguieron con sus tranquilos paseos, comentando lo guapa que estaba la duquesa de no sé dónde. El húngaro y el español, sin embargo, permanecieron parados, en silencio, conscientes de que había perdido cinco minutos vitales. Sabiendo que no merecía la pena llegar corriendo al centro de reclutamiento y perder así energías que iban a necesitar al día siguiente.
Sin decir nada más, se dieron la mano y se despidieron.
Adío.
Adío.»
Once años después, el húngaro, que había comenzado a trabajar en la fabricación de sándwiches del pret a manger, fundó su propia compañía de sándwiches, “Duck Duke”.
En la actualidad, está siendo investigado por el asesinato de todo el linaje de los duques de Cornualles.
Esa misma noche, el español se fue de cervezas con la corresponsal de la cadena COPE y descubrió un grupo de música indie que son to la caña: Malajube. (pedro, fer, muyyyy recomendable)
Por cierto, ¿a nadie más le parece terrorífico este asunto?
Voy a ponerme llorón. Es la única forma un poco científica de que las cosas te vayan bien. Ésa y el esfuerzo. Pero tampoco hay que herniarse, que aún no tengo Seguridad Social.
Lo duro, de hecho, no es encontrar un trabajo. Eso es fácil. Lo complicado es ir a buscarlo. El primer paseo del día lo he dado de casa al Starbucks y del Starbucks a casa: el application form (formulario para pedir trabajo) ha llegado destrozado por el viento y con un 80% de humedad. Siguiente paso: comprar una carpeta impermeable.
Lo importante es no venirse abajo. La burocracia irá a por ti con todas sus armas. Tú tienes las tuyas. Aún no sabes cuáles son pero existen. Es como un juego de Play Station, sólo tienes que andar por la ciudad y encontrarlas.
Mi día de hoy ha tenido formato de película de Charlot. Los diálogos –escasísimos- aparecían en carteles con ribetes floridos a los lados. Una cosa así:
«El español salió de casa con la casa a cuestas: su pasaporte, el documento nacional de identidad, fotografías tamaño carné, número de la seguridad social española, el contrato de alquiler de su nueva casa en Pimlico y una fotografía antigua de su madre. Todo ello fotocopiado por triplicado. Sólo quería encontrar un modo de ganarse la vida.
Llevaba rellenados todos los ‘application forms’, pues había comprendido que en aquella ciudad sólo de ‘application forms’ vivía el hombre. Había mentido un par de veces aunque, bien pensado, se trataban sólo de mentiras a medias. Y eso, en el país del que provenía, eran medias verdades. ¿Acaso no había sido camarero más de una vez en el Gandalf, el bar de su colega Panocha?
El viento y la lluvia habían maltratado su cara y su ropa pero el formulario permanecía íntegro. Así que para cuando entró en el Starbucks sus esperanzas estaban todavía intactas. Sonrió con profesionalidad y entregó el application form sin decir una palabra, pues no quería levantar sospechas de su poco británico inglés.
La camarera del Starbucks le miró de camarera a desempleado y le devolvió el formulario. “Sin National Insurance Number no podemos darte trabajo”.
“¿Dónde puedo conseguir un National Insurance Number?”, preguntó el español.
“Lo venden en los kioscos”, respondió la camarera, y soltó una risotada dirigida a su compañera de mostrador, una pelirroja que la acompañó con una leve sonrisa de compromiso.
El español salió del Starbucks y dudó si caminar contra la lluvia camino de Victoria Station o volver sobre sus pasos, con el viento a favor, y esperar en casa a que pasara el temporal y la burocracia.
Fue entonces cuando recordó que se había dejado las llaves en casa y que Ramón no volvería hasta las 5. Aunque esto es otro tema y es extradiégetico, es decir, está fuera de este cuento dickensiano.
En verdad, Victoria Station distaba sólo unos pasos. Además, el formulario del Pret a Manger no recogía ningún apartado acerca del National Insurance Number. Era un trabajo peor pagado, sin duda, pero aportaba la posibilidad de comer algún que otro sándwich cuando el encargado leía los escándalos del Times. El español se apretó la bufanda y comenzó a andar, pesado, tratando de no pensar.
Victoria Station era aquella mañana un perfecto hormiguero de trabajadores yendo y viniendo de un lado a otro de la ciudad. Todos bien desayunados y con el periódico leído.
La entrada de la oficina de reclutamiento del Pret a Manger, algo alejada del barullo, era otro hormiguero; éste con el agujero tapado. Los obreros que se juntaban alrededor de la puerta no daban crédito al letrero que habían colgado: “the Recruitment Centre will be closed all day for training purposes”.
Muchos de los desempleados estaban exhaustos y tirados en el suelo. Los que permanecían de pie buscaban una solución. Un día sin trabajo era lo mismo que un día sin nada que comer. El español se acercó a un tipo de tez pálida que hablaba más alto que los demás. Para presentarse le preguntó si era italiano. “I’m hungrian”, respondió en un tono más calmado. “Yo también tengo hambre”, reconoció el español. “No, no, from Hungary, understand? But I lived in Italy”. El húngaro se interesó rápidamente por el español y en cinco minutos intercambiaron importantes informaciones sobre la búsqueda de empleo en la ciudad.
Finalmente, ambos decidieron subir al norte, al centro de reclutamiento del Caffé Nero en Oxford Street. Si eran lo suficientemente rápidos llegarían a tiempo para que la general manager les echara un vistazo.
Decidieron escalar hacia Oxford Street por Grosvenor Place, detrás del Palacio de Buckingham, menos ajetreado a esa hora del día, seguramente. En veinte minutos estarían allí. Y se animaban mutuamente. Entonces, sin previo aviso, una brigada de la Guardia Real paralizó toda circulación. Ningún coche o peatón debía dar un paso más. A lo lejos se oía el pesado trotar de unos caballos. Posiblemente tiraban de un carruaje. Tras unos instantes de expectación, aparecieron varios guardias reales a caballo. Luego un par de carruajes. Finalmente, un carruaje real que debía llevar dentro algún miembro de la realeza. La gente aplaudía y hacía fotos con sus cámaras digitales. El húngaro y el español miraban entre la muchedumbre la longitud de la comitiva.
El desfile, o lo que aquello fuera, terminó tras cinco minutos. La guardia real desapareció con la misma impunidad con que había aparecido. Los transeúntes siguieron con sus tranquilos paseos, comentando lo guapa que estaba la duquesa de no sé dónde. El húngaro y el español, sin embargo, permanecieron parados, en silencio, conscientes de que había perdido cinco minutos vitales. Sabiendo que no merecía la pena llegar corriendo al centro de reclutamiento y perder así energías que iban a necesitar al día siguiente.
Sin decir nada más, se dieron la mano y se despidieron.
Adío.
Adío.»
Once años después, el húngaro, que había comenzado a trabajar en la fabricación de sándwiches del pret a manger, fundó su propia compañía de sándwiches, “Duck Duke”.
En la actualidad, está siendo investigado por el asesinato de todo el linaje de los duques de Cornualles.
Esa misma noche, el español se fue de cervezas con la corresponsal de la cadena COPE y descubrió un grupo de música indie que son to la caña: Malajube. (pedro, fer, muyyyy recomendable)
Por cierto, ¿a nadie más le parece terrorífico este asunto?
miércoles, 21 de marzo de 2007
Belgrave Road
UFF.
Uff…
Ffffffffffff.
Detrás de mí, un chico de Leganés (por el acento) no puede con las contracciones del avión. No le culpo. Tomar tierra en las islas británicas está siendo un parto. Suenan campanas de muerte. Turbular bells.
Todo el pasaje es una risa falsa, nerviosa, que hace eco al único pasajero sincero del avión.
El aterrizaje del vuelo 3125 de Ryanair destino Stansted es de parque de atracciones. Cuando sales la azafata te dedica una sonrisa y te vende por 5 libras tu foto de acojone, tomada un segundo antes de tocar tierra.
¡Pero ya estás en Londres! Por 30 euros y sin seguro de repatriación del cadáver has llegado hasta allí. Coges tu equipaje, enseñas tu DNI como si entraras en una discoteca y te lanzas a disfrutar del Reino Unido en todo su esplendor. ¿Y las medidas de seguridad? ¿Y tu cara de terrorista? Aquí no hay nada de eso. Los que venimos de Valladolid no levantamos sospechas.
Para bajar a Londres, coges el bus marca Terravision que te deja en Victoria Station (nota para futuros visitantes). Y ahí es cuando comienza un mundo de peculiaridades y manías británicas que, la verdad, aun no me molestan demasiado. Los británicos tienen sus manías, yo las mías. ¿Qué pasa?
Victoria Station es, creo, el intercambiador de Avenida de América. Con lo cual, yo entonces vivo por María de Molina. Me queda aún por adivinar, siguiendo los paralelismos, si hay cerca un Art Decó.
En todo caso, no sé pa dónde tirar. Nadie conoce Belgrave Road, que es donde tengo un par de metros cuadrados por los que me van a cobrar más de 600 libras. Es imposible orientarte por el sol porque no lo hay. Pregunto más. No fucking idea. ¿Lo pronunciaré bien? Así que lo deletreo. “No, no, lo dices bien, te entendí, pero no sé dónde está Belgrave Road”.
De repente, aparece un sol radiante. Saco mi astrolabio y calculo que Belgrave Road está dirección suroeste. Andamos. Andamos. Andamos. El viento hace tambalear mi equipaje y no sé si voy bien. Los rayos del sol, de auténtico saldo, no impiden que se enfríen mis manos hasta doler. Entro a preguntar en una tiendita. Y la información que extraigo es, más o menos, que ya estoy en Belgrave Road, lo que pasa es que aún no se llama así, tiene todavía el nombre de Eccleston Street. Curioso. Sorprendente.
Cuando salgo a la calle está nevando y es casi de noche. ¿Acaso la tiendita era un túnel del tiempo?
Estupor. Indignación.
La nieve es más bien aguanieve pero duele más que el frío. Cae oblicua y amenaza con traspasar la tela y dañar mi portátil. Entro como un elefante en un restaurante italiano.
Parece que no esperaban a nadie a esas horas (5 de la tarde). Cuatro camareras y un señor con traje y corbata me ofrecen una especie de bienvenida.
Me voy.
Llamo a mi casero y me dice que le quedan cinco minutos.
Richard, el casero, es mitad inglés mitad español. ¿Son sus cinco minutos ingleses o españoles?
No tardaré en comprobarlo.
Me equivocaba. Sí tardé en comprobarlo. Fueron españoles. Veinte minutos después Richard llega y se disculpa.
Luego, echas las presentaciones, me cobra 625 libras de fianza y otras 625 libras del primer mes. Y eso que me rebaja 50 libras.
Es evidente, sigo tiritando.
Uff…
Ffffffffffff.
Detrás de mí, un chico de Leganés (por el acento) no puede con las contracciones del avión. No le culpo. Tomar tierra en las islas británicas está siendo un parto. Suenan campanas de muerte. Turbular bells.
Todo el pasaje es una risa falsa, nerviosa, que hace eco al único pasajero sincero del avión.
El aterrizaje del vuelo 3125 de Ryanair destino Stansted es de parque de atracciones. Cuando sales la azafata te dedica una sonrisa y te vende por 5 libras tu foto de acojone, tomada un segundo antes de tocar tierra.
¡Pero ya estás en Londres! Por 30 euros y sin seguro de repatriación del cadáver has llegado hasta allí. Coges tu equipaje, enseñas tu DNI como si entraras en una discoteca y te lanzas a disfrutar del Reino Unido en todo su esplendor. ¿Y las medidas de seguridad? ¿Y tu cara de terrorista? Aquí no hay nada de eso. Los que venimos de Valladolid no levantamos sospechas.
Para bajar a Londres, coges el bus marca Terravision que te deja en Victoria Station (nota para futuros visitantes). Y ahí es cuando comienza un mundo de peculiaridades y manías británicas que, la verdad, aun no me molestan demasiado. Los británicos tienen sus manías, yo las mías. ¿Qué pasa?
Victoria Station es, creo, el intercambiador de Avenida de América. Con lo cual, yo entonces vivo por María de Molina. Me queda aún por adivinar, siguiendo los paralelismos, si hay cerca un Art Decó.
En todo caso, no sé pa dónde tirar. Nadie conoce Belgrave Road, que es donde tengo un par de metros cuadrados por los que me van a cobrar más de 600 libras. Es imposible orientarte por el sol porque no lo hay. Pregunto más. No fucking idea. ¿Lo pronunciaré bien? Así que lo deletreo. “No, no, lo dices bien, te entendí, pero no sé dónde está Belgrave Road”.
De repente, aparece un sol radiante. Saco mi astrolabio y calculo que Belgrave Road está dirección suroeste. Andamos. Andamos. Andamos. El viento hace tambalear mi equipaje y no sé si voy bien. Los rayos del sol, de auténtico saldo, no impiden que se enfríen mis manos hasta doler. Entro a preguntar en una tiendita. Y la información que extraigo es, más o menos, que ya estoy en Belgrave Road, lo que pasa es que aún no se llama así, tiene todavía el nombre de Eccleston Street. Curioso. Sorprendente.
Cuando salgo a la calle está nevando y es casi de noche. ¿Acaso la tiendita era un túnel del tiempo?
Estupor. Indignación.
La nieve es más bien aguanieve pero duele más que el frío. Cae oblicua y amenaza con traspasar la tela y dañar mi portátil. Entro como un elefante en un restaurante italiano.
Parece que no esperaban a nadie a esas horas (5 de la tarde). Cuatro camareras y un señor con traje y corbata me ofrecen una especie de bienvenida.
“¿Estás bien, chico?” Les digo que necesito un café en una taza de hierro oxidado y una hoguera donde secar mi ropa. Si no vas a comer no puedes quedarte, me dice una chica con un sospechoso acento español. Las otras chicas la miran, indulgentes. El pequeño Tribunal Supremo del restaurante italiano dictamina que puedo quedarme hasta que se llenen las mesas. La representante del voto negativo me acompaña a una mesa. Cuando estamos solos, le comento, liviano: “¿eres española verdad?” Erroooooooooor. Jamás, jamás le digas a nadie en Londres –o donde sea- que has adivinado su acento español. Corrijo torpemente: “parecías tan morena al lado de las inglesas”.
“Sí, soy canaria”. Y fin de la historia. La tía, compruebo después, también habla italiano.
Mientras espero el café llamo al casero, esperando que ya esté en casa. No. Tarda una hora.
En sólo media las mesas del restaurante se han llenado. Canary girl me mira con su dulce cara de lárgate.
“Sí, soy canaria”. Y fin de la historia. La tía, compruebo después, también habla italiano.
Mientras espero el café llamo al casero, esperando que ya esté en casa. No. Tarda una hora.
En sólo media las mesas del restaurante se han llenado. Canary girl me mira con su dulce cara de lárgate.
Me voy.
Cruzo una manzana y ya estoy en Belgrave Road. Y me planto a esperar en el pequeño vestíbulo -cubierto pero exterior- que tiene el edificio. Frío y aguachirri in crescendo...
Llamo a mi casero y me dice que le quedan cinco minutos.
Richard, el casero, es mitad inglés mitad español. ¿Son sus cinco minutos ingleses o españoles?
No tardaré en comprobarlo.
Me equivocaba. Sí tardé en comprobarlo. Fueron españoles. Veinte minutos después Richard llega y se disculpa.
Luego, echas las presentaciones, me cobra 625 libras de fianza y otras 625 libras del primer mes. Y eso que me rebaja 50 libras.
Es evidente, sigo tiritando.
(si alguien cree que hablo mucho de dinero que venga aquí y me lo cuente).
El tío heredó de su madre el edificio entero. Calculo que se saca unas 4.000 libras al mes. Así que me parece una chorrada preguntarle a qué se dedica. No creo que trabaje en un Starbucks.
Me pasa el contrato, lo leo, me parece todo bien y lo firmo.
Sí, sí, no pasa nada, no pienso poner la lavadora a las once de la noche y no viviré con un reptil. Son las dos claúsulas más complicadas de cumplir.
Me pasa el contrato, lo leo, me parece todo bien y lo firmo.
Sí, sí, no pasa nada, no pienso poner la lavadora a las once de la noche y no viviré con un reptil. Son las dos claúsulas más complicadas de cumplir.
Richard se va y yo me quedo sólo en casa. Ramón no viene hasta mañana.
¿Llamo a una prostituta o me doy a la lectura?
Este mes no me da para alquilar un cuerpo. Sólo para una casa.
Así que enciendo la tele, me como el bocata de lomo que me ha preparado mi madre y me duermo.
¿Llamo a una prostituta o me doy a la lectura?
Este mes no me da para alquilar un cuerpo. Sólo para una casa.
Así que enciendo la tele, me como el bocata de lomo que me ha preparado mi madre y me duermo.
Fuera queda Londres, el tranquilo barrio de Pimlico y un viento propio de una novela de García Márquez. Hace tanto calor en mi habitación que siento que esto es un hogar. Londres no lo sabe pero ya me ha acogido en su seno. A pesar de su hostilidad...
On the count of ten, you will be in Europa...
CUANDO HE viajado en solitario fuera de España, he comprobado cómo mi cuerpo y cabeza pasaban por tres diferentes fases que coincidían con otros tres estados de ánimo. Meros escondites de mis miedos y ansiedades. Creo yo.
Cinismo. Que en su particularidad personal se manifiesta como negación de lo bello de las cosas. La técnica es sencilla y consiste, negación arriba negación abajo, en adoptar un estúpido punto de vista insolente ante todo lo que me rodea. Ejemplo: la chica a mi lado en la sala de espera del Aeropuerto de Valladolid cuenta a dos desconocidos sus últimos avances como persona humana (tal vez no sean los últimos sino los primeros). El caso, la semana pasada se enamoró en Tenerife de un chicharrero. Ahora viaja para allá con todo su bagaje vital a ver si la cosa funciona. Vaya pringada. Echó tres polvos guarros en Playa de las Américas y se lía el petate porque imagina que ya ha encarrilado su vida. Pringadísima (¿a quién me recuerda?). El estúpido cinismo funciona como coraza ante lo que está por venir. Impide que las pulsaciones se te disparen hasta los 90. Como tiene algo de pasotismo y de oposición a la vida, ayuda a eliminar pensamientos peligrosos. Pero según vas subiendo al avión los pensamientos van llegando…
Para el que no me conozca diré aquí que soy un cruce entre Bergkamp y M.A. Barracus: en castizo, lo que es volar me da más miedo que un nublao. Nunca mejor dicho.
Así que cuando subo al avión mi cabeza empieza a proyectar un videoclip de cientos de imágenes revoloteando por mi mente, totalmente desbocada. Rápidamente, trato de batearlas como puedo y reemplazarlas con recuerdos de la infancia, fotografías famosas o polvos memorables. El resultado es devastador. Para entonces ya he llegado a la segunda fase. Terror.
El terror en un avión me obliga a hacer un repaso de toda mi vida. Es entonces cuando pienso con regocijo que no lo he pasado del todo mal. Trato de recuperar parte del cinismo de la fase 1 y me voy serenando.
De repente los motores se encienden y vuelve el miedo. Pienso de verdad que esos pueden ser los últimos instantes de mi vida. Para estar al borde de la muerte no soy del todo egoísta y pienso que la chica de mi izquierda y el tipo a mi derecha tampoco se salvarán. ¿Y qué será lo último que harán mientras vivan? Ella, leer el rebote que la Esteban tiene con la Campanario. Él, jugar a un extraño Tetris en su Palm. Por mi parte, el postrero acto de mi vida fue una conversación de cinco minutos con una operadora argentina de Vodafone sobre las ventajas del servicio Passport en United Kingdom, “no cuelgue por favor”. No colgaré; pereceré para siempre, señorita.
El avión avanza. No tengo lectura. No tengo nada. Me santiguo. Contradicciones del sistema que quedan evidenciadas en la transición de una fase a la otra. Admito mi desaparición final. Cierro los ojos y entro en una fase a caballo entre la vida y la muerte. Es la memoria del futuro y viene embotellada en forma de nostalgia.
¡Fase 3! Nostalgia de lo que dejo y nostalgia de lo que vendrá. Abro los ojos y noto que me llega una felicidad lejana. Sin previo aviso, comienzo a silbar Érase una vez en América. Y lo hago maravillosamente bien. Nota: ¿por qué cantamos y silbamos tan bien cuando lo hacemos con el pensamiento?
A diez mil metros sobre el Cantábrico y con las únicas notas de Ennio Morricone, supero la fase 3 y entro de lleno en una calma que me conduce sin remisión a Londres, Madrid2.
"On the mental count of ten, you will be in Europa. Be there at ten. I say: ten."
Cinismo. Que en su particularidad personal se manifiesta como negación de lo bello de las cosas. La técnica es sencilla y consiste, negación arriba negación abajo, en adoptar un estúpido punto de vista insolente ante todo lo que me rodea. Ejemplo: la chica a mi lado en la sala de espera del Aeropuerto de Valladolid cuenta a dos desconocidos sus últimos avances como persona humana (tal vez no sean los últimos sino los primeros). El caso, la semana pasada se enamoró en Tenerife de un chicharrero. Ahora viaja para allá con todo su bagaje vital a ver si la cosa funciona. Vaya pringada. Echó tres polvos guarros en Playa de las Américas y se lía el petate porque imagina que ya ha encarrilado su vida. Pringadísima (¿a quién me recuerda?). El estúpido cinismo funciona como coraza ante lo que está por venir. Impide que las pulsaciones se te disparen hasta los 90. Como tiene algo de pasotismo y de oposición a la vida, ayuda a eliminar pensamientos peligrosos. Pero según vas subiendo al avión los pensamientos van llegando…
Para el que no me conozca diré aquí que soy un cruce entre Bergkamp y M.A. Barracus: en castizo, lo que es volar me da más miedo que un nublao. Nunca mejor dicho.
Así que cuando subo al avión mi cabeza empieza a proyectar un videoclip de cientos de imágenes revoloteando por mi mente, totalmente desbocada. Rápidamente, trato de batearlas como puedo y reemplazarlas con recuerdos de la infancia, fotografías famosas o polvos memorables. El resultado es devastador. Para entonces ya he llegado a la segunda fase. Terror.
El terror en un avión me obliga a hacer un repaso de toda mi vida. Es entonces cuando pienso con regocijo que no lo he pasado del todo mal. Trato de recuperar parte del cinismo de la fase 1 y me voy serenando.
De repente los motores se encienden y vuelve el miedo. Pienso de verdad que esos pueden ser los últimos instantes de mi vida. Para estar al borde de la muerte no soy del todo egoísta y pienso que la chica de mi izquierda y el tipo a mi derecha tampoco se salvarán. ¿Y qué será lo último que harán mientras vivan? Ella, leer el rebote que la Esteban tiene con la Campanario. Él, jugar a un extraño Tetris en su Palm. Por mi parte, el postrero acto de mi vida fue una conversación de cinco minutos con una operadora argentina de Vodafone sobre las ventajas del servicio Passport en United Kingdom, “no cuelgue por favor”. No colgaré; pereceré para siempre, señorita.
El avión avanza. No tengo lectura. No tengo nada. Me santiguo. Contradicciones del sistema que quedan evidenciadas en la transición de una fase a la otra. Admito mi desaparición final. Cierro los ojos y entro en una fase a caballo entre la vida y la muerte. Es la memoria del futuro y viene embotellada en forma de nostalgia.
¡Fase 3! Nostalgia de lo que dejo y nostalgia de lo que vendrá. Abro los ojos y noto que me llega una felicidad lejana. Sin previo aviso, comienzo a silbar Érase una vez en América. Y lo hago maravillosamente bien. Nota: ¿por qué cantamos y silbamos tan bien cuando lo hacemos con el pensamiento?
A diez mil metros sobre el Cantábrico y con las únicas notas de Ennio Morricone, supero la fase 3 y entro de lleno en una calma que me conduce sin remisión a Londres, Madrid2.
"On the mental count of ten, you will be in Europa. Be there at ten. I say: ten."
jueves, 8 de marzo de 2007
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