Recuerdo con cariño –pues el recuerdo siempre es piadoso- una fiesta a la que mis amigos y yo fuimos invitados en Madrid hará unos años. Como en cualquier fiesta, la cosa tuvo lo suyo de marketing: nadie en su sano juicio se creería a pies juntillas eso de que habrá súper modelos y un par de ex misses España.
Aún así, el cartel prometía y la noche tenía la pinta de cualquier speakeasy de Chicago en los años 30: bebida de importación, actuaciones en directo, surtido de drogas y chicas como en un paraíso del Islam. O más.
De todos es conocido lo que allí encontramos pero no está de más recordarlo: la sangría era escasa y el cazo, que no encajaba bien con el fondo del bol de cristal, dificultaba la tarea de recoger las últimas gotas de la última tanda de bebida. Mientras tanto, impolutas, dentro del mini bar del salón, descansaban una botella de Ron Negrita y otra de Passport, ajenas a la actuación con guitarra de cantautor de uno de los invitados a la fiesta (llámese música en directo). Alguien se fumó un porro y sí hubo chicas, pero se fueron largando a otras zonas de la noche madrileña siguiendo un patrón que no suele fallar en estas situaciones: primero se largó la que más prometía, pues de otro modo habría perdido su cercanías a Majadahonda. Luego se esfumó la más escotada: su novio la esperaba abajo con el dedo pegado al telefonillo. Arriba quedó el coro celestial de seguidoras de Ismael Serrano, mis amigos y yo.
Tampoco está de más decir que el Passport y el Negrita fueron nuestros al fin y al cabo. Que luego dimos las buenas noches y que nos largamos rapidito no sea que se fuera también nuestro cercanías, es decir, el lejanías de la casa del sopor.
La historia es tan vieja como la juerga en sí. Nosotros mismos, es harto probable, debamos nuestra existencia a un guateque y una decepción.
Lo que me reconforta de todo esto es que Londres no ha sido una excepción. Aquí, en una de esas ciudades del mundo que nunca duermen –las otras son Nueva York, Tel Aviv, Madrid, Las Vegas, Tokio, Barcelona, Hong Kong, Río de Janeiro, Buenos Aires y Alcalá Meco- he ido a fiestas que anticipaban heroína para los más sanos y en las que se ha acabado tomando té y pastitas.
Recuerdo también con cariño –pues el recuerdo es frágil y caprichoso- una fiesta en la que yo era huésped a la vez que anfitrión. O al menos así me sentía. Dos amigos habían venido a Londres a celebrar una de esas despedidas de soltero en la que las putas no entran dentro de lo planeado -quizá es simplemente que se escapan de presupuesto-. Dio la casualidad de que el mismo fin de semana fui invitado a una fiesta, una extraña celebración entre amigos que funcionaba como un homenaje al anfitrión a la vez que una preciosa ocasión para recaudar dinero para el homenajeado. Y me llevé allí a los de la despedida.
La filosofía del asunto tenía un toque sentimental que no se escapó a mi egoísmo y ganas de juerga. El anfitrión era un disable que tenía por condena vivir en una silla de ruedas y que se movía por la casa enchufado a una especie de catenaria. Si bien recuerdo vivía con su madre. Era artista o escritor, si es que lo segundo no entra como categoría dentro de lo primero.
La fiesta era para levantarse y aplaudir –el que pudiera, claro-. Ése fue el problema, que pronto surgió la guasa española, tan comprendida y saludable dentro de nuestras fronteras como rechazada en otras culturas, especialmente la británico-argentina, pues aquello era una especie de mestizaje surgido de la guerra de las Malvinas.
La fiesta funcionó bien aunque nosotros no acabamos de coger el tranquillo a lo del homenaje –por suerte ninguno de los españoles hicimos la rima de los cojones que se van de viaje-. Tampoco recuerdo si realizamos nuestro donativo correspondiente.
Coincidió también que uno de los invitados, muy pasado de cocaína –aquí al menos no hubo decepción-, se dejó la puerta de la calle abierta. Una puerta abierta en una fiesta en la que no para de entrar y salir gente no es algo que desentone. Tampoco desentonó el homeless –sin tetrabrik- que se coló primero al hall de la casa y, después, dado que nadie le cerró el paso, a la cocina, provista con un completo surtido de tuberías que conectan con el poderoso depósito del British Gas.
Reglas de oro en una fiesta: si alguien huele a gas, no pasa nada, es que la farlopa estaba demasiado cortada. Si dos huelen a gas, es probable que alguien se haya dejado el gas encendido un ratito. Pero si el que está dentro del baño tiene que salir por el tufo a propano, es probable que el gas se haya extendido por toda la casa.
¿Es que nadie ha tenido que ser desalojado de una fiesta porque un vagabundo ha dejado abierto la llave del gas?
El último truño al que he acudido lo sufrí hace un mes. Horas antes del fiestote, cuando pregunté qué debía llevar, si cenaba antes, si era mejor vino o ron, etc, etc, el cachondo de mi colega me dijo: “Simplemente, prepara el hígado”. Vaya. Nunca antes había oído una declaración de intenciones tan contundente. Y allí que acudí con mi pasaporte, morfina, un diccionario de árabe-inglés y después de haberme hecho un seguro de vida.
El amigo que me invitó tampoco podía prever de qué iba aquello. El día se centró principalmente en un torneo de tenis sobre hierba (si hubiera sido hierba sobre tenis habría sido más provechoso), al que, además, llegamos tarde.
Después, con la gente sudada y vestida de corto, hubo una encantadora barbacoa en la que los niños pastaban a su gusto y los padres discutían de política y ganchillo.
Yo disfruté mucho hablando con un señor de Gales. Bueno, nació en Gales hace 75 años. Luego se vino para Londres, donde conoció a su mujer y tuvo dos hijos, que acabaron por volver a Gales. Ahora, dice, apenas entiende a sus nietos en el que fuera su idioma natal! Fue un rato maravilloso, no podría negarlo, aunque me pilló un poco a trasmano. A su mujer no la conocí aunque alguien me dijo más tarde que tenía la casa decorada con mucho gusto para tener 70 años. Ah, pues sí, respondí yo.
Como el día había dado para mucho, la gente se fue yendo a eso de las 10 de la noche, es decir, unas dos horas después de que los tres españoles llegáramos a la fiesta. Quizá sea algo cultural. O lingüístico: la palabra española fiesta no es, ni por asomo, traducible a otro idioma.
Quizá debería acabar esto con una reflexión que deba agradecerse en el futuro: los 31 es una buenísima edad para retirarse. Porque tampoco es cuestión de quedarse a hacer el Romario hasta los 42. Sólo pido que en la última fiesta haya bebida de importación, actuaciones en directo, surtido de drogas y chicas como en un paraíso del Islam. O más.
miércoles, 9 de julio de 2008
jueves, 12 de junio de 2008
También
Cuando le dije que la vida eran grifos abiertos y cerrados, ventanas, puertas y bisagras que se abren y cierran a conciencia, yo no lo creía. ¡Sólo era un ejercicio de estilo mezclado con ganas de emocionar! Porque ella era de fácil emocionarse.
Ha pasado el tiempo y he visto que es así. Borras los móviles y olvidas los correos. Las caras, los olores, las bromas, los motes. Omnipresente Darwin: ahora con la amistad.
Pero paradoja, si algo nos ha enseñado la naturaleza es que la vida se abre camino. Lo dice Ian Malcolm en Parque Jurásico, y si no es verdad al menos mola como suena. La vida, las amistades, las personas, los móviles, los correos… con mucho sudor y tras una fase de turbulencias, vuelven al camino. Gracias Facebook.
Y entonces, cuando miras atrás, tienes detrás de ti multitudes (que te esperan afuera). Se mezclan, se cabalgan, juegan a píldora, se ven, se tocan y se cruzan en el rellano del ascensor.
Al final ni grifos ni llaves. Porque se te ha inundado la casa. Pero lo que permanece -y éste el pequeño grano- es una abrumadora sensación de frescura. Hay también un calor abrasador pero se agradece: acabas de salir del mar y te tumbas en la toalla algo calentito y con el frío haciendo de ti una gallina. Y te preguntas hasta cuando durará. Y qué harás cuando se acabe.
Ha pasado el tiempo y he visto que es así. Borras los móviles y olvidas los correos. Las caras, los olores, las bromas, los motes. Omnipresente Darwin: ahora con la amistad.
Pero paradoja, si algo nos ha enseñado la naturaleza es que la vida se abre camino. Lo dice Ian Malcolm en Parque Jurásico, y si no es verdad al menos mola como suena. La vida, las amistades, las personas, los móviles, los correos… con mucho sudor y tras una fase de turbulencias, vuelven al camino. Gracias Facebook.
Y entonces, cuando miras atrás, tienes detrás de ti multitudes (que te esperan afuera). Se mezclan, se cabalgan, juegan a píldora, se ven, se tocan y se cruzan en el rellano del ascensor.
Al final ni grifos ni llaves. Porque se te ha inundado la casa. Pero lo que permanece -y éste el pequeño grano- es una abrumadora sensación de frescura. Hay también un calor abrasador pero se agradece: acabas de salir del mar y te tumbas en la toalla algo calentito y con el frío haciendo de ti una gallina. Y te preguntas hasta cuando durará. Y qué harás cuando se acabe.
martes, 8 de enero de 2008
¿Dónde fueron las flores?
HOY AL volver del trabajo he maldecido mi prisa de las mañanas. Ese rato de multiactividad condensado en 17 minutos y medio en el que caliento la leche en el microondas, abro la ducha, preparo mi ropa, saludo a mi flatmate, lidio con los grifos para regular el agua, me seco, tropiezo al ponerme los calcetines, arde la leche entre mis dientes, me hago un borrador de peinado, cojo la tarjeta del metro y salgo de casa con pretensiones de llegar al trabajo en sólo siete minutos (un día llegué 45 segundos tarde; el resto… no).
He maldecido mi prisa porque he vuelto a olvidar algo de vital importancia. A veces son las llaves, otras la cartera, a veces me olvido las llaves del trabajo y otras el gorro anti-clima-londinense. Esta vez fue mi libro de Paul Auster.
Cien metros por debajo de los lavabos de Buckingham Palace, atascado en un tren del London Underground con otros seiscientos londinenses con periódicos gratuitos, Ipods, móviles, conversación en vivo y en directo o lectura o entretenimiento de cualquier tipo, he recordado que había olvidado en casa 'La Noche del Oráculo', la novela de Paul Auster que habla de un escritor que escribe sobre un editor que recibe un libro escrito hace sesenta años.
En ese momento ha empezado esta historia. El chico que iba a mi lado, tras oír por los altavoces del metro que la cosa iba para rato, ha sacado de su mochila una bolsita con forma rectangular. En ella, dos sobres. Y en los sobres, decenas de fotos de la Navidad, recién sacadas del horno, listas para ser vistas por primera vez. Por él y por mí mismo.
El pase ha sido un poco decepcionante al principio. Eran fotos de paisajes nevados y muchas otras panorámicas tiradas desde un coche, pues se veía mucha línea continua y discontinua en los márgenes, producto de un mal encuadre o, quizá, resultado de un vano intento por darle a la imagen un toque fresco o errabundo. En una tentativa algo vaga también, el momento había quedado congelado con excesiva ligereza, como si el fotógrafo hubiera disparado casi todo el carrete desde el confortable asiento del copiloto, foto tras foto, sin reparar demasiado si todos aquellos clics eran necesarios. Se veía a veces una chica conduciendo y la habitación de un motel de carretera con un par de fotos picaronas pero desenfocadas.
El tipo que aparecía en el camastro del hotel, unos días después, mientras era manoseado por sí mismo en mitad de una avería en el metro de Londres, debió de notar que alguien le observaba. O más bien que él era mirado, muchas horas antes, desnudo en medio de una cama en medio de un paisaje nevado.
Al girarse hacia mí ha comprobado –pues mis reflejos han sido automáticos y he cerrado los ojos al instante- que nadie estaba mirando sus aburridas fotos de Navidad, no al menos el tipo sentado hacia atrás en su butaca con los ojos cerrados. Impulsado quizá por este pensamiento, ha guardado el primer sobre y se ha echado para atrás en su asiento. Luego ha empezado a tocar con sus dedos la punta del segundo sobre. Dos cascabeles tintineaban: era un movimiento que tenía algo de consulta. Como si las yemas de sus dedos tuvieran que decidir si abrirlo o no. Como si dentro hubiera encerrada otra decepción.
La megafonía ha anunciado en ese instante que el metro que nos precedía en Green Park había sido reparado. De forma brusca, los motores se han encendido de nuevo. Y en un mecanismo en el que cada rueda es consecuencia del movimiento anterior, los dedos han abierto el sobre y han dejado ver una sola fotografía, una vieja e incómoda fotografía color sepia.
Era la imagen de un hombre de unos cuarenta años que hoy, he calculado sin ninguna base, podría alcanzar los setenta u ochenta. No podría decirse si se parecía al tipo que manoseaba ahora la imagen -pues el perfil de una persona es algo muy diferente a su imagen de cara a una lente- y que pasaba sus dedos por el traje militar del fotografiado, por su sable, jugueteando con la silueta del perro que se dejaba acariciar por un guante de cuero.
Un poco antes de llegar a Victoria, el movimiento fantasmal por la superficie de la copia en sepia se ha detenido en un borde. En un espasmo, y ayudado por la otra mano, ha rasgado la fotografía medio centímetro. El tipo ha guardado de nuevo la imagen en el sobre y entonces, todo ira y determinación, ha partido al militar en dos pedazos. La ha dejado encima de su asiento y se ha marchado por el andén de la estación.
Petrificado por la rabia contenida en un segundo que contenía más de tres décadas –tal vez fuera sólo incertidumbre-, he dejado que las puertas del metro se cerraran y me he quedado dentro del vagón, mirando un sobre que en nada aparentaba que dentro hubiera un militar con un perro partido por la mitad.
He maldecido mi prisa porque he vuelto a olvidar algo de vital importancia. A veces son las llaves, otras la cartera, a veces me olvido las llaves del trabajo y otras el gorro anti-clima-londinense. Esta vez fue mi libro de Paul Auster.
Cien metros por debajo de los lavabos de Buckingham Palace, atascado en un tren del London Underground con otros seiscientos londinenses con periódicos gratuitos, Ipods, móviles, conversación en vivo y en directo o lectura o entretenimiento de cualquier tipo, he recordado que había olvidado en casa 'La Noche del Oráculo', la novela de Paul Auster que habla de un escritor que escribe sobre un editor que recibe un libro escrito hace sesenta años.
En ese momento ha empezado esta historia. El chico que iba a mi lado, tras oír por los altavoces del metro que la cosa iba para rato, ha sacado de su mochila una bolsita con forma rectangular. En ella, dos sobres. Y en los sobres, decenas de fotos de la Navidad, recién sacadas del horno, listas para ser vistas por primera vez. Por él y por mí mismo.
El pase ha sido un poco decepcionante al principio. Eran fotos de paisajes nevados y muchas otras panorámicas tiradas desde un coche, pues se veía mucha línea continua y discontinua en los márgenes, producto de un mal encuadre o, quizá, resultado de un vano intento por darle a la imagen un toque fresco o errabundo. En una tentativa algo vaga también, el momento había quedado congelado con excesiva ligereza, como si el fotógrafo hubiera disparado casi todo el carrete desde el confortable asiento del copiloto, foto tras foto, sin reparar demasiado si todos aquellos clics eran necesarios. Se veía a veces una chica conduciendo y la habitación de un motel de carretera con un par de fotos picaronas pero desenfocadas.
El tipo que aparecía en el camastro del hotel, unos días después, mientras era manoseado por sí mismo en mitad de una avería en el metro de Londres, debió de notar que alguien le observaba. O más bien que él era mirado, muchas horas antes, desnudo en medio de una cama en medio de un paisaje nevado.
Al girarse hacia mí ha comprobado –pues mis reflejos han sido automáticos y he cerrado los ojos al instante- que nadie estaba mirando sus aburridas fotos de Navidad, no al menos el tipo sentado hacia atrás en su butaca con los ojos cerrados. Impulsado quizá por este pensamiento, ha guardado el primer sobre y se ha echado para atrás en su asiento. Luego ha empezado a tocar con sus dedos la punta del segundo sobre. Dos cascabeles tintineaban: era un movimiento que tenía algo de consulta. Como si las yemas de sus dedos tuvieran que decidir si abrirlo o no. Como si dentro hubiera encerrada otra decepción.
La megafonía ha anunciado en ese instante que el metro que nos precedía en Green Park había sido reparado. De forma brusca, los motores se han encendido de nuevo. Y en un mecanismo en el que cada rueda es consecuencia del movimiento anterior, los dedos han abierto el sobre y han dejado ver una sola fotografía, una vieja e incómoda fotografía color sepia.
Era la imagen de un hombre de unos cuarenta años que hoy, he calculado sin ninguna base, podría alcanzar los setenta u ochenta. No podría decirse si se parecía al tipo que manoseaba ahora la imagen -pues el perfil de una persona es algo muy diferente a su imagen de cara a una lente- y que pasaba sus dedos por el traje militar del fotografiado, por su sable, jugueteando con la silueta del perro que se dejaba acariciar por un guante de cuero.
Un poco antes de llegar a Victoria, el movimiento fantasmal por la superficie de la copia en sepia se ha detenido en un borde. En un espasmo, y ayudado por la otra mano, ha rasgado la fotografía medio centímetro. El tipo ha guardado de nuevo la imagen en el sobre y entonces, todo ira y determinación, ha partido al militar en dos pedazos. La ha dejado encima de su asiento y se ha marchado por el andén de la estación.
Petrificado por la rabia contenida en un segundo que contenía más de tres décadas –tal vez fuera sólo incertidumbre-, he dejado que las puertas del metro se cerraran y me he quedado dentro del vagón, mirando un sobre que en nada aparentaba que dentro hubiera un militar con un perro partido por la mitad.
sábado, 15 de diciembre de 2007
Pasando página
el oficinismo aprieta...
(pero no ahoga)
Los museos son ese lugar donde el aficionado al fútbol se venga de todos los comentarios estúpidos que ha soportado en su vida de forofo, de los cuales están en el Top Ten "vaya chut", "qué golazo" (comentado de un penalti), o "el árbitro es que va con ellos".
A veces, simplemente, le duelen los oídos de oír cosas como "pero vengaaaaaa" o "pásalaaaaaaá" (única palabra del español con dos acentos). El aficionado al fútbol ha crecido con una hermana, tuvo una novia a los doce años que le pelaba los pistachos mientras veían el partido del Plus o, ya crecidito, soporta por jefa a una apasionada de los comentarios de lunes sobre la jornada liguera (al principio decía ligera).
"Cómo se pone la Liga ehhhhhh Jose?" dice mientras se frota las manos. "A Casillas se le va a caer un día el larguero en la cabeza". "Si es que el Madrid no sabe atacar". "Son todos unos mercenarios". La insoportable levedad del rival pequeño. El gol, el arco iris y la madre que parió al que democratizó este deporte.
El lunes es, sin duda, el peor día de la semana para el aficionado al fútbol, gane o pierda su equipo.
Por eso, decía, el día que el aficionado al fútbol acude a un museo lo hace con todo su arsenal. Aún no se sabe por qué, pero arremete contra el arte. Podría pagarla con los parquímetros, con los conductores del metro, con los taxistas, los peatones, las cajeras del DIA, los peluqueros que te dan palique, las cajeras del DIA que no te devuelven el céntimo, con el presidente de la comunidad o con el vecino de arriba (el pobre, su único pecado es tener un pie ortopédico).
Pero no. Espera y espera. Y un día, en Londres, el más lluvioso del mes de diciembre, cuando las salas están a tope, ejecuta su pequeño golpe terrorista.
Como es Londres, como es gratis, como hace calorcito… los museos de la ciudad estallan de españoles. Y así oyes repetidas veces, en distintas salas, cosas como: "esto ya lo pintaba yo de pequeño y no me hacían una biografía", "¿el extintor es parte del catálogo?" o el típico caso de la pintura dibujada por un primate y dejada en ARCO, donde los eruditos paseantes se deslumbraban ante tanta belleza.
He ahí un aficionado al fútbol. Ni siquiera se cree lo que dice, pero sabe que jode. Ahí reside su inteligencia. Sabe que opinar del color y de la composición con ligereza viene a ser como decir que el achique de espacios lo inventó Javier Clemente, que criticar el minimalismo es como decir que Guti sólo sirve para las segundas partes.
El aficionado al fútbol es un tipo tan agudo que no es comisario del Reina Sofía porque le parece pedante.
…
Los museos son ese cajón desastre donde acaba en una tarde de sábado el que se resguarda de la lluvia, el pedante, el obligado, el que cree que no pasar por la British es no conocer el esplendor del Imperio Británico, el que se mea, el que quiere ver la Venus del Espejo y largarse, el que es o tiene complejo de Woody Allen.
Pero también el mirón, el que se deja mirar, el tipo que realizó la obra expuesta, el fotografiado y la madre del fotógrafo.
En este recuento me encontraba yo en la cola de la exposición How we are?, una especie de resumen a lo Estudio Estadio de la fotografía británica desde el siglo XIX hasta nuestros días.
Yo me creo que cuando voy a una exposición es porque me atrae el artista. Pero una vez dentro caigo en que vuelvo por lo de siempre: me encanta mirar al que mira. Recontravoyeurismo. Y ahí el espacio de una exposición se va convirtiendo en las salas de una discoteca. Es inevitable.
Por lo general, sueles echar el ojo a alguna tía que esté a tu alrededor para hacer la exposición a su ritmo. Rápidamente la descartas, porque te parece fea, o más pedante que tú, o menos. Poco importa: la fluidez de entrada del público es rápida y la especie se regenera con ligereza.
La evolución de la muestra en las paredes se confunde con la evolución de tu target dentro del público. Esto te puede obligar a pasarte un buen rato delante de un cuadro que no te interesa lo más mínimo. Por lo general, es un bodegón. Como estoy en una exposición de fotografía, me tiro un rato larguísimo viendo unas láminas minúsculas de la década de los 80 (de la década de los 80 del siglo XIX) hasta que la croata que viene por detrás se pone a mi lado.
Ya estamos a la par. Podemos ver toda la exposición juntitos, haciéndonos comentarios mudos sobre esta imagen y sobre esta otra. Cuál quedará mejor en el salón y otros planes de futuro. Cuando llegamos al siglo XX aparece su novio brasileño que había ido al servicio. Con las manos aún mojadas agarra el culo de la croata y le da un beso en la mejilla. Le comenta que había cola en el baño y que por eso ha tardado tanto. Que ya se verá el siglo XIX en otro momento. Qué listos son los brasileños. He aquí otro aficionado al fútbol.
Así que vuelta a empezar. Echas un vistazo a la sala y encuentras a una estudiante de Bellas Artes tomando unos apuntes. Cuando llego a ella unas notas infernales salidas de su IPod me echan para atrás: la cachonda de la norteamericana es demasiado soez incluso para ti.
Por el lado del neorrealismo aparece una chica normalita que pasea al lado de su madre, de genes parecidos aunque más desgastados por el paso del tiempo: son dos polacas que han jurado no separarse nunca jamás.
Ya aburrido, cuando estaban a punto de cerrar las puertas, caí en la cuenta de que nadie había posado su atención en mí. Mi barba de trece días y mi aspecto de repartidor de periódicos gratuitos no ayudaban, pero eso no evitó que me sintiera como una obrita poco apreciada.
Entonces apareció una chica de senos minimalistas y movimientos surreales alrededor de una ruta inventada sin patrón ni sentido alguno. La chica, llamémosla Gala, miraba con atención los títulos de las fotos -muchas de ellas "Sin título"-, buscaba detalles y se ponía la mano en la barbilla.
En décimas de segundo me mira y vuelve la vista a la pared. Entonces comprendo: estoy siendo monitorizado. La chica no es gran cosa pero ya se ha hecho de noche y es casi Navidad. Se me ocurre que un café en la cafetería del museo será mi buena acción del día con Gala, estudiante de Erasmus francesa que aún no conoce a nadie en la ciudad.
− Hey gorgeous, I noticed you were looking around, I buy you a coffee if you tell me your name− comenté con seguridad, sin mirarla, prestando atención a la última imagen de la exposición.
− What the hell agg you?− contestó ella con acento parisino.
La tipa, moderna, segura de sí misma y quizá lesbiana. Eso sí, francesa de los pies a la cabeza.
Mañana se disputa el Grand Slam Sunday: Liverpool-Manchester United y Arsenal-Chelsea.
(pero no ahoga)
Los museos son ese lugar donde el aficionado al fútbol se venga de todos los comentarios estúpidos que ha soportado en su vida de forofo, de los cuales están en el Top Ten "vaya chut", "qué golazo" (comentado de un penalti), o "el árbitro es que va con ellos".
A veces, simplemente, le duelen los oídos de oír cosas como "pero vengaaaaaa" o "pásalaaaaaaá" (única palabra del español con dos acentos). El aficionado al fútbol ha crecido con una hermana, tuvo una novia a los doce años que le pelaba los pistachos mientras veían el partido del Plus o, ya crecidito, soporta por jefa a una apasionada de los comentarios de lunes sobre la jornada liguera (al principio decía ligera).
"Cómo se pone la Liga ehhhhhh Jose?" dice mientras se frota las manos. "A Casillas se le va a caer un día el larguero en la cabeza". "Si es que el Madrid no sabe atacar". "Son todos unos mercenarios". La insoportable levedad del rival pequeño. El gol, el arco iris y la madre que parió al que democratizó este deporte.
El lunes es, sin duda, el peor día de la semana para el aficionado al fútbol, gane o pierda su equipo.
Por eso, decía, el día que el aficionado al fútbol acude a un museo lo hace con todo su arsenal. Aún no se sabe por qué, pero arremete contra el arte. Podría pagarla con los parquímetros, con los conductores del metro, con los taxistas, los peatones, las cajeras del DIA, los peluqueros que te dan palique, las cajeras del DIA que no te devuelven el céntimo, con el presidente de la comunidad o con el vecino de arriba (el pobre, su único pecado es tener un pie ortopédico).
Pero no. Espera y espera. Y un día, en Londres, el más lluvioso del mes de diciembre, cuando las salas están a tope, ejecuta su pequeño golpe terrorista.
Como es Londres, como es gratis, como hace calorcito… los museos de la ciudad estallan de españoles. Y así oyes repetidas veces, en distintas salas, cosas como: "esto ya lo pintaba yo de pequeño y no me hacían una biografía", "¿el extintor es parte del catálogo?" o el típico caso de la pintura dibujada por un primate y dejada en ARCO, donde los eruditos paseantes se deslumbraban ante tanta belleza.
He ahí un aficionado al fútbol. Ni siquiera se cree lo que dice, pero sabe que jode. Ahí reside su inteligencia. Sabe que opinar del color y de la composición con ligereza viene a ser como decir que el achique de espacios lo inventó Javier Clemente, que criticar el minimalismo es como decir que Guti sólo sirve para las segundas partes.
El aficionado al fútbol es un tipo tan agudo que no es comisario del Reina Sofía porque le parece pedante.
…
Los museos son ese cajón desastre donde acaba en una tarde de sábado el que se resguarda de la lluvia, el pedante, el obligado, el que cree que no pasar por la British es no conocer el esplendor del Imperio Británico, el que se mea, el que quiere ver la Venus del Espejo y largarse, el que es o tiene complejo de Woody Allen.
Pero también el mirón, el que se deja mirar, el tipo que realizó la obra expuesta, el fotografiado y la madre del fotógrafo.
En este recuento me encontraba yo en la cola de la exposición How we are?, una especie de resumen a lo Estudio Estadio de la fotografía británica desde el siglo XIX hasta nuestros días.
Yo me creo que cuando voy a una exposición es porque me atrae el artista. Pero una vez dentro caigo en que vuelvo por lo de siempre: me encanta mirar al que mira. Recontravoyeurismo. Y ahí el espacio de una exposición se va convirtiendo en las salas de una discoteca. Es inevitable.
Por lo general, sueles echar el ojo a alguna tía que esté a tu alrededor para hacer la exposición a su ritmo. Rápidamente la descartas, porque te parece fea, o más pedante que tú, o menos. Poco importa: la fluidez de entrada del público es rápida y la especie se regenera con ligereza.
La evolución de la muestra en las paredes se confunde con la evolución de tu target dentro del público. Esto te puede obligar a pasarte un buen rato delante de un cuadro que no te interesa lo más mínimo. Por lo general, es un bodegón. Como estoy en una exposición de fotografía, me tiro un rato larguísimo viendo unas láminas minúsculas de la década de los 80 (de la década de los 80 del siglo XIX) hasta que la croata que viene por detrás se pone a mi lado.
Ya estamos a la par. Podemos ver toda la exposición juntitos, haciéndonos comentarios mudos sobre esta imagen y sobre esta otra. Cuál quedará mejor en el salón y otros planes de futuro. Cuando llegamos al siglo XX aparece su novio brasileño que había ido al servicio. Con las manos aún mojadas agarra el culo de la croata y le da un beso en la mejilla. Le comenta que había cola en el baño y que por eso ha tardado tanto. Que ya se verá el siglo XIX en otro momento. Qué listos son los brasileños. He aquí otro aficionado al fútbol.
Así que vuelta a empezar. Echas un vistazo a la sala y encuentras a una estudiante de Bellas Artes tomando unos apuntes. Cuando llego a ella unas notas infernales salidas de su IPod me echan para atrás: la cachonda de la norteamericana es demasiado soez incluso para ti.
Por el lado del neorrealismo aparece una chica normalita que pasea al lado de su madre, de genes parecidos aunque más desgastados por el paso del tiempo: son dos polacas que han jurado no separarse nunca jamás.
Ya aburrido, cuando estaban a punto de cerrar las puertas, caí en la cuenta de que nadie había posado su atención en mí. Mi barba de trece días y mi aspecto de repartidor de periódicos gratuitos no ayudaban, pero eso no evitó que me sintiera como una obrita poco apreciada.
Entonces apareció una chica de senos minimalistas y movimientos surreales alrededor de una ruta inventada sin patrón ni sentido alguno. La chica, llamémosla Gala, miraba con atención los títulos de las fotos -muchas de ellas "Sin título"-, buscaba detalles y se ponía la mano en la barbilla.
En décimas de segundo me mira y vuelve la vista a la pared. Entonces comprendo: estoy siendo monitorizado. La chica no es gran cosa pero ya se ha hecho de noche y es casi Navidad. Se me ocurre que un café en la cafetería del museo será mi buena acción del día con Gala, estudiante de Erasmus francesa que aún no conoce a nadie en la ciudad.
− Hey gorgeous, I noticed you were looking around, I buy you a coffee if you tell me your name− comenté con seguridad, sin mirarla, prestando atención a la última imagen de la exposición.
− What the hell agg you?− contestó ella con acento parisino.
La tipa, moderna, segura de sí misma y quizá lesbiana. Eso sí, francesa de los pies a la cabeza.
Mañana se disputa el Grand Slam Sunday: Liverpool-Manchester United y Arsenal-Chelsea.
viernes, 23 de noviembre de 2007
domingo, 18 de noviembre de 2007
La pujanza de los García
El apellido más popular en España ya se ha convertido en el octavo más frecuente en Estados Unidos (ELMUNDO).
CARLOS FRESNEDA. CorresponsalNUEVA YORK.- Jeff García, el famoso quarterback de los Bucaneros de Tampa, se siente más que nunca como en casa. Y también Alex Rodríguez, el tercera base de los Yankees de Nueva York, negociando como está su contrato histórico de 275 millones de dólares para los próximos 10 años.
Lo dicho: García y Rodríguez figuran ya entre los 10 apellidos más comunes en EEUU, el octavo y el noveno exactamente, abriéndose paso entre los Davis y los Wilson, que pronto serán desbancados por el ascenso irresistible de los Martínez. Hernández, López y González se han colado también entre los 25 principales. Pero el gran mérito es de los García, que por algo son también mayoría en España. El flujo incesante de inmigrantes en los años 90 -con un aumento del 58% de la población hispana en el país- está detrás del fenómeno que ya se había detectado en ciudades como Nueva York, Miami o Los Angeles, pero que nunca había tenido un impacto tan evidente en la vasta geografía de EEUU.
«Los Garcías están cogiendo a los Jones», advertía ayer en portada The New York Times, que dio una gran relevancia a la pujanza de los apellidos hispanos, fiel reflejo de los grandes cambios demográficos que han convertido Estados Unidos en la segunda nación hispana, por detrás de México y por delante de España, Colombia y Argentina.
«Los Garcías están cogiendo a los Jones», advertía ayer en portada The New York Times, que dio una gran relevancia a la pujanza de los apellidos hispanos, fiel reflejo de los grandes cambios demográficos que han convertido Estados Unidos en la segunda nación hispana, por detrás de México y por delante de España, Colombia y Argentina.
A primeros de los 90, los García hacían el número 18 y los Rodríguez el número 22 en el ranking de apellidos estadounidenses. Ahora llegan ya, respectivamente, a los 858.289 y a los 804.240. Por primera vez figuran en el top ten y la tendencia es a ir comiéndole el terreno a los siete apellidos anglos que siguen mandando.
martes, 23 de octubre de 2007
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