jueves, 13 de septiembre de 2007

Venice

AL PARECER, Venecia fue una ciudad limpia en la que –o sobre la que- los niños, allá por el siglo XX, jugaban en sus canales. Tripulaban barcos de madera y fantaseaban con invadir la capital del Véneto, algo improbable en los tiempos que soñaban, pues el enemigo, desconocedor de que Venecia se encontraba rodeada de lagunas de bajo fondo, encallaba fácilmente antes de avistar siquiera el Palacio Ducal o la Iglesia de la Saluté.
Más tarde, y ante la mirada de niños y de ancianos, de los teatros, las iglesias y el tiempo en las paredes, le hicieron a Venecia otro canal. Y a pesar de que era un canal válido y serviría para la nueva refinería, fue un canal no querido, un poco como quien tiene un hijo por tenerlo, quizá porque es obligado concebirlo. Le hicieron el harakiri a Venecia, pues, la abrieron en canal, por decirlo en el idioma imaginario de las góndolas y los gondoleros.
Venecia se volvió entones sucia y se rodeó por su flanco noroccidental de la industrial Marghera, toda llena de refinerías y otras factorías de la polución. Factorial ella misma, vio multiplicar las chimeneas, los palos y los tubos metálicos: Porto Marghera. Y a los pies de ésta creció otra ciudad que en poco se parecía a Venecia, le daba la espalda en lo estético y la respaldaba en lo tétrico. Era Mestre.

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Para ver la suciedad de Venecia hay que mirarle cara a cara. Sostener con el canal un duelo de miradas. Y si lo pierdes, y dejas de mirar el agua, o lo que sea eso, y ves la ciudad en su conjunto, Venecia ya te ha ganado para su causa. Entonces te animas a perderte tú mismo por sus calles, pides un spritz, te vuelves a perder, pasas de un barrio a otro sin saber si ingresas en el que ya estabas o abandonas aquél por el que creías vagar. Te pierdes otras mil veces sin encontrar un minotauro o la razón por la que se hace tan bello enredar el camino en medio del mar, porque estás en medio del mar, la Atlántida no está perdida, simplemente olvidaron recordar sus coordenadas. Te pierdes tanto que acabas por olvidar lo que buscabas, que creo que era un lugar donde poder seguir de juerga, donde tomar otro spritz mientras oyes el balanceo del dialecto italiano del Véneto. Entonces, cuando parece que ya no queda otra salida que encontrar de verdad la salida, te encuentras, de bruces, con el Venice Jazz Club, un club de Venecia que, como también explica su nombre, se hunde con la ciudad mientras extrae las últimas notas con un poco de Dizzie Gillespie y de gente de ese tipo o condición. Dentro de cien años, cuando la última gota rebase el Campanile de San Marcos, los músicos del bar se dirán eso de “Fue un placer tocar con ustedes”.


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En el Venice Jazz Club unos tipos de nombre italiano tocan música de tipos con nombre americano: Gillespie, sí, y Goodman, Corea, Marsalis y otros, conozco después. Un espectador muy especial, el número 16 de los 20 ó 25 que estamos en el local, mueve sus pies y manos con gracia y se arranca a aplaudir siempre el primero. Unas gafas gruesas y unas cejas más gruesas le hacen parecerse a Moe Greene antes de morir en El Padrino. Vuelve a aplaudir antes de salir al canal en el descanso. Le pregunto si le parecen buenos los italianos. “Bravo, bravissimi, numero uno”, me dice. Se atropella, salta de tema en tema por estrechos puentes de madera. “Wynton Marsalis, numero uno. Sonny Rollins, ah, lo conoces?, bravo, bravo. El Lido, ¿de dónde eres? Español?, bravisimo”. Me cuenta que él no sabe una palabra de español pero que me entiende mejor que un español. En cada breve pausa aprovecho mi turno, y conozco que es de Sicilia, de Siracusa, que ama el jazz sobre todas las cosas, que tiene él también un ritmo especial, disonante, o así, que ha estado en Madrid y Barcelona, no se moja, no sabe decir cuál es mejor, él es de mar, viene de Siracusa y vive en Venecia, en el Lido, “Jude Law es bajito, sí, piccolo, como tú, no, más piccolo que tú, tú no tan piccolo, Johnny Depp sí que es como tú, pero bravo, grueso, me dice, con porte, lo he tenido cara a cara, vivo en el Lido, el jazz, sólo compro jazz, no sé por qué vivo en el Lido, me queda lejos de la Refinería, trabajo en Marghera. Vamos dentro, vuelven a tocar”.


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El concierto termina y el Venice Jazz Club se traga las últimas notas de música en la ciudad. Venecia es un pergamino arrugado de calles vacías y oscuras en las que se lee con dificultad los letreros que te llevan de vuelta a la Ferrovia, al comienzo del laberinto, donde tu hotel consigue trazar una fina frontera que deja a un lado lo práctico y racional y al otro el ensueño y la imaginación. Ambas se juntan en tu sueño y los niños, allá por los años 30, vuelven a jugar por siempre jamás con barcos de madera.

4 comentarios:

Elena Bort dijo...

te he mandau un mailu, mañana estoy en london....estas??

Anónimo dijo...

joder, que bien te lo montas, te has ido a venecia ahora?

Ya me han dicho que esta tarde has estado jugando a tenis. que pijos sois los de F ;)

Anónimo dijo...

Lo de ayer en Hampstead, he de reconocer, fue como los ricos del barrio de salamanca. Q tal por la filial de F? (Ft)

Anónimo dijo...

Jajaja