Recuerdo con cariño –pues el recuerdo siempre es piadoso- una fiesta a la que mis amigos y yo fuimos invitados en Madrid hará unos años. Como en cualquier fiesta, la cosa tuvo lo suyo de marketing: nadie en su sano juicio se creería a pies juntillas eso de que habrá súper modelos y un par de ex misses España.
Aún así, el cartel prometía y la noche tenía la pinta de cualquier speakeasy de Chicago en los años 30: bebida de importación, actuaciones en directo, surtido de drogas y chicas como en un paraíso del Islam. O más.
De todos es conocido lo que allí encontramos pero no está de más recordarlo: la sangría era escasa y el cazo, que no encajaba bien con el fondo del bol de cristal, dificultaba la tarea de recoger las últimas gotas de la última tanda de bebida. Mientras tanto, impolutas, dentro del mini bar del salón, descansaban una botella de Ron Negrita y otra de Passport, ajenas a la actuación con guitarra de cantautor de uno de los invitados a la fiesta (llámese música en directo). Alguien se fumó un porro y sí hubo chicas, pero se fueron largando a otras zonas de la noche madrileña siguiendo un patrón que no suele fallar en estas situaciones: primero se largó la que más prometía, pues de otro modo habría perdido su cercanías a Majadahonda. Luego se esfumó la más escotada: su novio la esperaba abajo con el dedo pegado al telefonillo. Arriba quedó el coro celestial de seguidoras de Ismael Serrano, mis amigos y yo.
Tampoco está de más decir que el Passport y el Negrita fueron nuestros al fin y al cabo. Que luego dimos las buenas noches y que nos largamos rapidito no sea que se fuera también nuestro cercanías, es decir, el lejanías de la casa del sopor.
La historia es tan vieja como la juerga en sí. Nosotros mismos, es harto probable, debamos nuestra existencia a un guateque y una decepción.
Lo que me reconforta de todo esto es que Londres no ha sido una excepción. Aquí, en una de esas ciudades del mundo que nunca duermen –las otras son Nueva York, Tel Aviv, Madrid, Las Vegas, Tokio, Barcelona, Hong Kong, Río de Janeiro, Buenos Aires y Alcalá Meco- he ido a fiestas que anticipaban heroína para los más sanos y en las que se ha acabado tomando té y pastitas.
Recuerdo también con cariño –pues el recuerdo es frágil y caprichoso- una fiesta en la que yo era huésped a la vez que anfitrión. O al menos así me sentía. Dos amigos habían venido a Londres a celebrar una de esas despedidas de soltero en la que las putas no entran dentro de lo planeado -quizá es simplemente que se escapan de presupuesto-. Dio la casualidad de que el mismo fin de semana fui invitado a una fiesta, una extraña celebración entre amigos que funcionaba como un homenaje al anfitrión a la vez que una preciosa ocasión para recaudar dinero para el homenajeado. Y me llevé allí a los de la despedida.
La filosofía del asunto tenía un toque sentimental que no se escapó a mi egoísmo y ganas de juerga. El anfitrión era un disable que tenía por condena vivir en una silla de ruedas y que se movía por la casa enchufado a una especie de catenaria. Si bien recuerdo vivía con su madre. Era artista o escritor, si es que lo segundo no entra como categoría dentro de lo primero.
La fiesta era para levantarse y aplaudir –el que pudiera, claro-. Ése fue el problema, que pronto surgió la guasa española, tan comprendida y saludable dentro de nuestras fronteras como rechazada en otras culturas, especialmente la británico-argentina, pues aquello era una especie de mestizaje surgido de la guerra de las Malvinas.
La fiesta funcionó bien aunque nosotros no acabamos de coger el tranquillo a lo del homenaje –por suerte ninguno de los españoles hicimos la rima de los cojones que se van de viaje-. Tampoco recuerdo si realizamos nuestro donativo correspondiente.
Coincidió también que uno de los invitados, muy pasado de cocaína –aquí al menos no hubo decepción-, se dejó la puerta de la calle abierta. Una puerta abierta en una fiesta en la que no para de entrar y salir gente no es algo que desentone. Tampoco desentonó el homeless –sin tetrabrik- que se coló primero al hall de la casa y, después, dado que nadie le cerró el paso, a la cocina, provista con un completo surtido de tuberías que conectan con el poderoso depósito del British Gas.
Reglas de oro en una fiesta: si alguien huele a gas, no pasa nada, es que la farlopa estaba demasiado cortada. Si dos huelen a gas, es probable que alguien se haya dejado el gas encendido un ratito. Pero si el que está dentro del baño tiene que salir por el tufo a propano, es probable que el gas se haya extendido por toda la casa.
¿Es que nadie ha tenido que ser desalojado de una fiesta porque un vagabundo ha dejado abierto la llave del gas?
El último truño al que he acudido lo sufrí hace un mes. Horas antes del fiestote, cuando pregunté qué debía llevar, si cenaba antes, si era mejor vino o ron, etc, etc, el cachondo de mi colega me dijo: “Simplemente, prepara el hígado”. Vaya. Nunca antes había oído una declaración de intenciones tan contundente. Y allí que acudí con mi pasaporte, morfina, un diccionario de árabe-inglés y después de haberme hecho un seguro de vida.
El amigo que me invitó tampoco podía prever de qué iba aquello. El día se centró principalmente en un torneo de tenis sobre hierba (si hubiera sido hierba sobre tenis habría sido más provechoso), al que, además, llegamos tarde.
Después, con la gente sudada y vestida de corto, hubo una encantadora barbacoa en la que los niños pastaban a su gusto y los padres discutían de política y ganchillo.
Yo disfruté mucho hablando con un señor de Gales. Bueno, nació en Gales hace 75 años. Luego se vino para Londres, donde conoció a su mujer y tuvo dos hijos, que acabaron por volver a Gales. Ahora, dice, apenas entiende a sus nietos en el que fuera su idioma natal! Fue un rato maravilloso, no podría negarlo, aunque me pilló un poco a trasmano. A su mujer no la conocí aunque alguien me dijo más tarde que tenía la casa decorada con mucho gusto para tener 70 años. Ah, pues sí, respondí yo.
Como el día había dado para mucho, la gente se fue yendo a eso de las 10 de la noche, es decir, unas dos horas después de que los tres españoles llegáramos a la fiesta. Quizá sea algo cultural. O lingüístico: la palabra española fiesta no es, ni por asomo, traducible a otro idioma.
Quizá debería acabar esto con una reflexión que deba agradecerse en el futuro: los 31 es una buenísima edad para retirarse. Porque tampoco es cuestión de quedarse a hacer el Romario hasta los 42. Sólo pido que en la última fiesta haya bebida de importación, actuaciones en directo, surtido de drogas y chicas como en un paraíso del Islam. O más.
miércoles, 9 de julio de 2008
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