HOY AL volver del trabajo he maldecido mi prisa de las mañanas. Ese rato de multiactividad condensado en 17 minutos y medio en el que caliento la leche en el microondas, abro la ducha, preparo mi ropa, saludo a mi flatmate, lidio con los grifos para regular el agua, me seco, tropiezo al ponerme los calcetines, arde la leche entre mis dientes, me hago un borrador de peinado, cojo la tarjeta del metro y salgo de casa con pretensiones de llegar al trabajo en sólo siete minutos (un día llegué 45 segundos tarde; el resto… no).
He maldecido mi prisa porque he vuelto a olvidar algo de vital importancia. A veces son las llaves, otras la cartera, a veces me olvido las llaves del trabajo y otras el gorro anti-clima-londinense. Esta vez fue mi libro de Paul Auster.
Cien metros por debajo de los lavabos de Buckingham Palace, atascado en un tren del London Underground con otros seiscientos londinenses con periódicos gratuitos, Ipods, móviles, conversación en vivo y en directo o lectura o entretenimiento de cualquier tipo, he recordado que había olvidado en casa 'La Noche del Oráculo', la novela de Paul Auster que habla de un escritor que escribe sobre un editor que recibe un libro escrito hace sesenta años.
En ese momento ha empezado esta historia. El chico que iba a mi lado, tras oír por los altavoces del metro que la cosa iba para rato, ha sacado de su mochila una bolsita con forma rectangular. En ella, dos sobres. Y en los sobres, decenas de fotos de la Navidad, recién sacadas del horno, listas para ser vistas por primera vez. Por él y por mí mismo.
El pase ha sido un poco decepcionante al principio. Eran fotos de paisajes nevados y muchas otras panorámicas tiradas desde un coche, pues se veía mucha línea continua y discontinua en los márgenes, producto de un mal encuadre o, quizá, resultado de un vano intento por darle a la imagen un toque fresco o errabundo. En una tentativa algo vaga también, el momento había quedado congelado con excesiva ligereza, como si el fotógrafo hubiera disparado casi todo el carrete desde el confortable asiento del copiloto, foto tras foto, sin reparar demasiado si todos aquellos clics eran necesarios. Se veía a veces una chica conduciendo y la habitación de un motel de carretera con un par de fotos picaronas pero desenfocadas.
El tipo que aparecía en el camastro del hotel, unos días después, mientras era manoseado por sí mismo en mitad de una avería en el metro de Londres, debió de notar que alguien le observaba. O más bien que él era mirado, muchas horas antes, desnudo en medio de una cama en medio de un paisaje nevado.
Al girarse hacia mí ha comprobado –pues mis reflejos han sido automáticos y he cerrado los ojos al instante- que nadie estaba mirando sus aburridas fotos de Navidad, no al menos el tipo sentado hacia atrás en su butaca con los ojos cerrados. Impulsado quizá por este pensamiento, ha guardado el primer sobre y se ha echado para atrás en su asiento. Luego ha empezado a tocar con sus dedos la punta del segundo sobre. Dos cascabeles tintineaban: era un movimiento que tenía algo de consulta. Como si las yemas de sus dedos tuvieran que decidir si abrirlo o no. Como si dentro hubiera encerrada otra decepción.
La megafonía ha anunciado en ese instante que el metro que nos precedía en Green Park había sido reparado. De forma brusca, los motores se han encendido de nuevo. Y en un mecanismo en el que cada rueda es consecuencia del movimiento anterior, los dedos han abierto el sobre y han dejado ver una sola fotografía, una vieja e incómoda fotografía color sepia.
Era la imagen de un hombre de unos cuarenta años que hoy, he calculado sin ninguna base, podría alcanzar los setenta u ochenta. No podría decirse si se parecía al tipo que manoseaba ahora la imagen -pues el perfil de una persona es algo muy diferente a su imagen de cara a una lente- y que pasaba sus dedos por el traje militar del fotografiado, por su sable, jugueteando con la silueta del perro que se dejaba acariciar por un guante de cuero.
Un poco antes de llegar a Victoria, el movimiento fantasmal por la superficie de la copia en sepia se ha detenido en un borde. En un espasmo, y ayudado por la otra mano, ha rasgado la fotografía medio centímetro. El tipo ha guardado de nuevo la imagen en el sobre y entonces, todo ira y determinación, ha partido al militar en dos pedazos. La ha dejado encima de su asiento y se ha marchado por el andén de la estación.
Petrificado por la rabia contenida en un segundo que contenía más de tres décadas –tal vez fuera sólo incertidumbre-, he dejado que las puertas del metro se cerraran y me he quedado dentro del vagón, mirando un sobre que en nada aparentaba que dentro hubiera un militar con un perro partido por la mitad.
martes, 8 de enero de 2008
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