viernes, 28 de septiembre de 2007

La ciudad roída

TRAS CASI tres mil años de atropellada historia, Palermo se sacude cada día como un pequeño volcán urbano que entra en erupción a las 7 de la mañana. Los conductores más temerarios de Europa, los tenderos más gritones y las madres más alborotadoras despiertan al visitante y le invitan a recorrer una ciudad roída por su historia, anquilosada en el presente y dubitativa en su futuro. El destino de la ciudad se paró hace tiempo. Y aún así, se oye a lo lejos un ruido de tuercas y turbinas de incierto significado. Palermo, como el Etna, el volcán que descansa en la otra vertiente de la isla de Sicilia, avanza y se tambalea a base de sacudidas históricas.


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Palermo se sitúa en esa categoría de ciudades mediterráneas vocingleras: en la parte vieja de la ciudad son constantes los pitos de los coches y las motos, el ruido de motores de diferentes clases con la necesidad imperiosa de una revisión. De hecho es habitual ver a un palermitano arreglar su macchina o motocicletta en un garaje que también necesita una amplia mejora. Todo, o casi todo en Palermo requiere un arreglo. Y sin embargo el descosido arquitectónico en la zona vieja ofrece un aroma a pasado que dota a la ciudad de una poderosa atracción.

Si Palermo existiera hoy en un estado de conservación ideal sería simplemente fulgurante. La vista desde el Monte Pellegrino ofrecería una desordenada consecución de palacetes, iglesias y teatros romanos, árabes, normandos, románicos, góticos, renacentistas, barrocos…
Muy lejos de eso, la antigua ciudad fenicia de Zyz se conforma con ser una alocada trama de calles con escombros en el suelo y vestigios de lo que pudo ser haber sido sumados todos sus pasados.


Impresiona esta cantidad de santuarios esparcidos aquí y allá. “A veces es imposible reconstruirlos, dice Florinda, una traductora. “¡Ni siquiera se sabe quiénes son los dueños!” La chiesa di Santa Catarina, un antiguo monasterio dominico del Trecento, estuvo cerrada casi 40 años porque no existía una persona que la abriera cada día. ¡Nadie se preocupó de contratar un encargado!

La capital de la Sicilia es el joyero de una vieja diva, demasiado mayor para reordenar tanta reliquia suelta. Impresiona, en concreto, el mercado de Capo. Poseído por los cientos de pescaderos que trepanan cada día el oído de sus vecinos y clientes, tiene secuestrado en su corazón una impresionante perla del Barroco, la Inmaculata Concepcione al Capo. Cuando abres los ojos te encuentras con una reluciente estructura de mármoles, frescos y columnas salomónicas. Si los cierras, oyes el silencio que tiene atrapado entre sus paredes.

Fuera de la Inmaculada todo es de nuevo decibelios y agitación. Cada esquina es una pintura costumbrista o una escena filmada por Roberto Benigni. La ciudad acoge una actividad incesante en sus calles, un movimiento constante a pequeña escala: conversaciones de balcón a balcón, paquetería a la vuelta de la esquina, reparto entre el laberinto de calles que forman los mercados de Ballaró, Vucciria o Capo. Como todas las mediterráneas, la ciudad encierra cierta dosis de sorpresa, llámese caos. ¿Es esto un parking o la entrada de una iglesia? El número de objetos inesperados o imágenes pintorescas es también incontable. Tan pronto ves a cuatro ocupantes a bordo de una vespa como una procesión por sus calles siguiendo a un muerto en el mejor estilo de El Padrino.
Camas, camastros, sillas, somieres, carritos aparecen y desaparecen al azar por las calles, algunas de ellas temáticas, como aquella donde sólo se venden parrillas y fogones. En otra, no se conoce la razón, sólo hay copisterías y servicios fúnebres.

El carácter de la ciudad se percibe también al volante de un automóvil. Sorprende que en una ciudad con escasa cultura del intermitente cualquier cosa sea permisible encima de una moto. En una vespa, se come mazorca, se lleva una vara de dos metros, un televisor, se habla por el móvil, se grita o se suena el claxon. Pero rara vez se da el intermitente.

Los conductores cogen la aspiración al piloto que va delante, se ponen a rebufo, adelantan en la frenada y hacen lo que les viene en gana hasta que hace su aparición el safety car, en una competición que aúna a motos, coches y otros aparatos susceptibles de ser conducidos. En estas condiciones, no dar el intermitente es, realmente, una decisión muy personal.


Y aunque no es Londres o Madrid, la gran extensión entre los dos riscos que delimitan Palermo y el precario sistema de transportes obligan al palermitano a acceder al centro con un coche propio, por lo general pequeño. En ninguna otra ciudad europea se puede contemplar semejante legión de Fiat 500 y 126, los moldes italianos de los hispanos SEAT Seiscientos y SEAT 127. Hay atascos, sí, pero de vespas, camionetas, seiscientos, Seats del pasado y algún que otro Lancia Ypsilon.

Cada día, los reyes españoles Felipe II, Felipe III y Felipe IV y el emperador Carlos V presencian cómo el desastre urbanístico está a punto de suceder bajo sus pies. Es el Quatro Canti, o las cuatro esquinas, barroco enclave de las dos arterias más importantes de la ciudad, la vía Maqueda y la vía Vittorio Emmanuelle, en la que cuatro semáforos sirven de tenue orientación a los conductores palermitanos. Con dos o tres grandes arterias saneadas y un sinfín de callejuelas que no parecen pertenecer al mismo sistema sanguíneo, Palermo, podría decirse, es una ciudad tranquila que cada día se asoma al mismo caos.


Con todo, la ciudad tiene un punto de estrés que sintoniza muy bien con otro muy distinto de pachorra y calma y que alcanza su punto álgido a la hora de la siesta, u horas, pues es del gusto palermitano hacer una siesta larga, tal vez una costumbre heredada del pasado español en esta tierra.


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Lo irónico de una ciudad tan sonora es su silencio como lacra. La omertá –la ley del silencio- reprime aún a una sociedad que no se muestra unánime ante su problema más universal, la mafia.

Florinda habla de una cultura de favores que tanto dañe le hace a Sicilia. “Aquí ya no hay una mafia de extorsión o asesinatos, hay un sistema de favores y amiguismo, y así las cosas no pueden funcionar”. Pero Florinda percibe leves y esperanzadores cambios. “Antes el jefe contrataba una persona ‘recomendada’ y lo situaba en un puesto para el que no valía. Ahora sigue contratándolo, porque debe un favor, pero también contrata a una persona que haga bien el trabajo. ¡Algo es algo!”

Parte del problema es que el cambio necesita de una mentalidad de progreso que no abunda entre los sicilianos. El cantante Franco Battiato ya afirmó en su día que Sicilia lleva su maldición a cuestas. Como isla, está condenada a hundirse sobre sus raíces. La cultura de la isola italiana deja caer el mito de que el siciliano es ya perfecto, ¿para qué cambiar entonces? El viejo tira y afloja entre el progreso y el orden de cosas de siempre. La ciudad tiene su encanto en la decadencia, es cierto, pero Agostino, un ingeniero que está aprendiendo inglés para salir de la isla, cree que sería mucho más atractiva al visitante si mejoraran ciertas cosas. “¿Es eso posible?”, se pregunta.
Primero, cree, hay mucha pereza. Segundo, mucha burocracia. Y tercero, empantanada entre la burocracia, o como causante de la misma, está la mafia. Tiziana, su profesora de inglés, apoya este argumento vox populi. “La mafia sigue existiendo pero ahora viste corbata y trabaja en los bancos”.

Pero sí hay un run-run del cambio. Las pintadas de antaño en las paredes se han constituido en reacciones populares más contundentes. La escenografía se ha sofisticado. Hoy por fin hay una organización para sacudirse la mafia de encima, el comité Addio Pizzo.

Addio Pizzo surgió en medio de unas copas. La página web de la organización lo explica así: Todo empezó una noche entre amigos, en el verano del año 2004. Fantaseaban con la idea de abrir un bar de copas. De repente uno dijo: “¿y si nos piden el pizzo?”. En Sicilia, la extorsión se llama así: pizzo. Es el sistema con el cual la mafia impone su tasa y controla el territorio. Al día siguiente, Palermo se levantó con muros, farolas y cabinas telefónicas llenas de estos adhesivos:


Lo que está escrito significa: “Un pueblo entero que paga el pizzo es un pueblo sin dignidad”. Inesperadamente, la ciudad pareció levantarse y reaccionar. Alrededor de los chicos que pegaron los primeros adhesivos se juntaron progresivamente jóvenes que compartían la misma idea: mientras se siga pagando el pizzo, no seremos libres. Porque si mi panadero paga el pizzo, yo también, cuando compro el pan, dejo una parte de mi dinero a la mafia, y me someto a ella. Así nació el comité Addiopizzo". Http://www.addiopizzo.org/

¿Y qué pasa si no se paga? “Bueno, de primeras no se toma bien”, dice Florinda”, pero las medidas no son drásticas. Te llaman por teléfono o te ponen silicona en la entrada de la tienda. Tratan de asustarte. Si en el siguiente pago vuelves a fallar es posible que pasen a otro tipo de acciones”.


El comité trabaja en la actualidad tratando de impedir la conmutación de las cadenas perpetuas para miembros de la mafia.

Según un estudio de la Universidad de Palermo, la Mafia exige un pago de 59 euros al mes a vendedores callejeros mientras la cifra sobrepasa los 700 euros cuando se trata de restaurantes y hoteles. Y aunque casi el 90 por ciento de las empresas paga el impuesto ya hay federaciones que han acordado plantarse. Poco tiempo después del arresto del capo de capos Bernardo Provenzano, el pasado año, Cofindustria votó unánimemente que expulsaría de su asociación a cualquier miembro que tributara a la Cosa Nostra.

Su voto era un apoyo a Andrea Veccio, un empresario de la construcción que comunicó a la mafia que ya no pagaría más. Desde su decisión ha recibido cuatro amenazas de muerte y dos de sus construcciones han sido saboteadas.

Así funciona la mafia, los últimos dueños de una ciudad maleada por demasiados patrones en su historia. Los mafiosi –hombres de honor- no han dejado una estatua en la antigua Zyz que les rinda tributo pero son quizá la seña de identidad más notoria que ha ofrecido el pueblo siciliano al mundo. Son hombres que resuelven sus asuntos como algo propio, como “cosa nostra”.

El comité Addiopizzo, Cofindustria y otras voces esparcidas por toda Sicilia podrían significar el principio de un cambio. Quizá es tan sólo el viejo motor de la isla, el cambio por el cambio, como afirmó Giuseppe di Lampedusa en su famosa novela El Gatopardo: “Algo debe cambiar para que todo siga igual”.

El arresto de Bernardo Provenzano, el 11 de abril de 2006, ha sido el último de estos cambios. Quizá sea tan sólo la penúltima sacudida de la ciudad de Palermo y de la isla de Sicilia en mitad de su historia.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Universos paralelos

España 61 - Rusia 60.
Gasol, MVP.
Navarro, Gasol, Calderón, Jiménez y Bargnani, quinteto ideal.
Kirilenko deja el basket y vuelve con sus padres a Siberia.
España, campeona del Eurobasket 2007
Gracias, Ovi (Wan Kenobi).

jueves, 13 de septiembre de 2007

Venice

AL PARECER, Venecia fue una ciudad limpia en la que –o sobre la que- los niños, allá por el siglo XX, jugaban en sus canales. Tripulaban barcos de madera y fantaseaban con invadir la capital del Véneto, algo improbable en los tiempos que soñaban, pues el enemigo, desconocedor de que Venecia se encontraba rodeada de lagunas de bajo fondo, encallaba fácilmente antes de avistar siquiera el Palacio Ducal o la Iglesia de la Saluté.
Más tarde, y ante la mirada de niños y de ancianos, de los teatros, las iglesias y el tiempo en las paredes, le hicieron a Venecia otro canal. Y a pesar de que era un canal válido y serviría para la nueva refinería, fue un canal no querido, un poco como quien tiene un hijo por tenerlo, quizá porque es obligado concebirlo. Le hicieron el harakiri a Venecia, pues, la abrieron en canal, por decirlo en el idioma imaginario de las góndolas y los gondoleros.
Venecia se volvió entones sucia y se rodeó por su flanco noroccidental de la industrial Marghera, toda llena de refinerías y otras factorías de la polución. Factorial ella misma, vio multiplicar las chimeneas, los palos y los tubos metálicos: Porto Marghera. Y a los pies de ésta creció otra ciudad que en poco se parecía a Venecia, le daba la espalda en lo estético y la respaldaba en lo tétrico. Era Mestre.

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Para ver la suciedad de Venecia hay que mirarle cara a cara. Sostener con el canal un duelo de miradas. Y si lo pierdes, y dejas de mirar el agua, o lo que sea eso, y ves la ciudad en su conjunto, Venecia ya te ha ganado para su causa. Entonces te animas a perderte tú mismo por sus calles, pides un spritz, te vuelves a perder, pasas de un barrio a otro sin saber si ingresas en el que ya estabas o abandonas aquél por el que creías vagar. Te pierdes otras mil veces sin encontrar un minotauro o la razón por la que se hace tan bello enredar el camino en medio del mar, porque estás en medio del mar, la Atlántida no está perdida, simplemente olvidaron recordar sus coordenadas. Te pierdes tanto que acabas por olvidar lo que buscabas, que creo que era un lugar donde poder seguir de juerga, donde tomar otro spritz mientras oyes el balanceo del dialecto italiano del Véneto. Entonces, cuando parece que ya no queda otra salida que encontrar de verdad la salida, te encuentras, de bruces, con el Venice Jazz Club, un club de Venecia que, como también explica su nombre, se hunde con la ciudad mientras extrae las últimas notas con un poco de Dizzie Gillespie y de gente de ese tipo o condición. Dentro de cien años, cuando la última gota rebase el Campanile de San Marcos, los músicos del bar se dirán eso de “Fue un placer tocar con ustedes”.


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En el Venice Jazz Club unos tipos de nombre italiano tocan música de tipos con nombre americano: Gillespie, sí, y Goodman, Corea, Marsalis y otros, conozco después. Un espectador muy especial, el número 16 de los 20 ó 25 que estamos en el local, mueve sus pies y manos con gracia y se arranca a aplaudir siempre el primero. Unas gafas gruesas y unas cejas más gruesas le hacen parecerse a Moe Greene antes de morir en El Padrino. Vuelve a aplaudir antes de salir al canal en el descanso. Le pregunto si le parecen buenos los italianos. “Bravo, bravissimi, numero uno”, me dice. Se atropella, salta de tema en tema por estrechos puentes de madera. “Wynton Marsalis, numero uno. Sonny Rollins, ah, lo conoces?, bravo, bravo. El Lido, ¿de dónde eres? Español?, bravisimo”. Me cuenta que él no sabe una palabra de español pero que me entiende mejor que un español. En cada breve pausa aprovecho mi turno, y conozco que es de Sicilia, de Siracusa, que ama el jazz sobre todas las cosas, que tiene él también un ritmo especial, disonante, o así, que ha estado en Madrid y Barcelona, no se moja, no sabe decir cuál es mejor, él es de mar, viene de Siracusa y vive en Venecia, en el Lido, “Jude Law es bajito, sí, piccolo, como tú, no, más piccolo que tú, tú no tan piccolo, Johnny Depp sí que es como tú, pero bravo, grueso, me dice, con porte, lo he tenido cara a cara, vivo en el Lido, el jazz, sólo compro jazz, no sé por qué vivo en el Lido, me queda lejos de la Refinería, trabajo en Marghera. Vamos dentro, vuelven a tocar”.


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El concierto termina y el Venice Jazz Club se traga las últimas notas de música en la ciudad. Venecia es un pergamino arrugado de calles vacías y oscuras en las que se lee con dificultad los letreros que te llevan de vuelta a la Ferrovia, al comienzo del laberinto, donde tu hotel consigue trazar una fina frontera que deja a un lado lo práctico y racional y al otro el ensueño y la imaginación. Ambas se juntan en tu sueño y los niños, allá por los años 30, vuelven a jugar por siempre jamás con barcos de madera.